Comentario al evangelio del Domingo 05 de Agosto del 2012
El discurso del pan de vida: ¿por qué buscamos a Jesús?
Jesús se marchó al monte solo cuando vinieron a
hacerlo rey. Pero la multitud no ceja en su empeño y sigue buscándolo. Jesús, decíamos la semana
pasada, desaparece a veces de nuestra vista precisamente porque queremos apoderarnos de él, ponerlo
al servicio de nuestros intereses, manipularlo. Además, esas desapariciones nos fuerzan a seguir
buscándolo, y esto nos da ocasión de poner al descubierto nuestras verdaderas motivaciones y de irlas
rectificando y purificando. Cuando la gente encuentra a Jesús no puede explicarse cómo ha llegado
hasta allí (entre medias, en los versículos 16-23, se narra cómo Jesús atraviesa el lago en medio de la
tormenta caminando sobre las aguas). Las presencias de Jesús siempre tienen algo de misterioso, de
imprevisto, de gratuito. No es bueno acostumbrarse a ellas, darlas por descontado, como una especie de
derecho que tenemos y al que podemos recurrir en cualquier momento. Es preciso estar siempre
abiertos a la sorpresa de una presencia que nunca deja de ser un regalo inmerecido.
Como suele suceder en el evangelio de Juan, a las preguntas más o menos “normales” de los discípulos
y de la gente, Jesús responde cambiando de tercio para situarnos en un nivel de mayor profundidad.
Eleva nuestra mirada desde los asuntos que nos ocupan habitualmente (como el pan de cada día o el
bienestar material) a las dimensiones fundamentales de la vida. En este caso, además, Jesús lo hace
desvelando las verdaderas motivaciones de esta masa de gente que, no lo olvidemos, lo buscaban para
hacerlo rey, es decir, por el pan con el que habían saciado su hambre corporal, y no por el carácter de
“signo” que aquella comida había tenido. Pero, al mismo tiempo, Jesús no denuncia ni rechaza esa
motivación, insuficiente pero comprensible, sino que tomando pie en ella invita a estos incipientes
discípulos a ir más allá: “Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura
para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre”. No puede descalificar ese deseo de pan para el
hambre del cuerpo, pues él mismo se ha preocupado de dar de comer a la multitud. Pero ahora les
invita a que le pidan otro pan, que él mismo les quiere dar, y que sacia otras hambres más radicales y
profundas: el hambre de sentido, de salvación.
Es admirable cómo Jesús sabe hilar esos dos tipos de hambre y esas dos clases de pan. Él no es un
demagogo ni un manipulador que usa la capacidad de saciar el hambre corporal para ganarse adeptos.
Es común que el que tiene algún poder lo use para comprar la aceptación y el aplauso social (y, de
paso, una buena provisión de pan). Pero no Jesús, que si les ha dado de comer es porque ha sentido
lástima de ellos y ha respondido a una necesidad real, dándonos así ejemplo e implicándonos en la
solución de esos problemas más inmediatos. La manipulación puede también ir en sentido contrario,
como ya hemos visto: recurrir a Dios sólo cuando se tiene hambre o cualquier otra necesidad material,
exigiéndole soluciones que nosotros mismos deberíamos buscar, e incluso acusándole cuando las cosas
van mal, como hace el pueblo de Israel en el desierto (olvidando bien pronto el don de la liberación
que acababan de recibir).
Pero Jesús tampoco es un maximalista, un purista que exige que los que se acercan a él tengan desde el
principio motivaciones absolutamente puras, por ejemplo netamente religiosas y espirituales. Él es un
buen pastor, que se ocupa de las necesidades reales de los suyos y, por eso, les da de comer. Pero es
también un Maestro, que, una vez atendidas esas necesidades básicas, sabe orientar la mirada hacia
otras más decisivas, hacia otro tipo de pan que alimenta nuestro espíritu con bienes definitivos e
imperecederos. Así pues, Jesús ni usa las necesidades materiales de los demás en beneficio propio, ni
las niega en favor de las más elevadas y definitivas, porque entre ellas no hay contradicción (todas
tienen su importancia), aunque sí una relación de jerarquía. Por eso, como buen pastor y maestro parte
de las primeras para guiar pedagógicamente al deseo de las segundas: la satisfacción de las más
perentorias sirve de “signo” que invita a buscar las más altas. Se trata de un proceso de purificación de
las motivaciones que nos mueven a buscar a Jesús y a recurrir a Dios. Si a veces, como dice el refrán,
“nos acordamos de santa Bárbara sólo cuando truena” y recurrimos a Dios sólo cuando aprieta la
necesidad, Jesús aprovecha esta situación menesterosa para recordarnos que existe otra clase de bienes,
el alimento perdurable, el pan de vida, que sólo Dios puede darnos, y que nos lo ofrece en Jesucristo.
Una vida entregada a la satisfacción exclusiva de las necesidades materiales acaba estando vacía. Esa
es la vida “gentil” que Pablo nos invita a dejar atrás para aprender de Cristo, renovarnos en la mente y
en el espíritu, vestirnos de la nueva condición humana que él mismo encarna, esforzarnos por lo que da
sentido a nuestra vida y la salva, la justicia y la santidad verdaderas. Pero la justicia y la santidad
verdaderas no se olvidan del pan del cuerpo, sino que, por el contrario, siguiendo el ejemplo de Jesús,
se expresa remediando el hambre de los necesitados.
En la vida de la Iglesia es necesario buscar constantemente el equilibrio representado por las dos clases
de pan, y evitar los extremos que lo vician. No podemos “usar” la oferta de bienes materiales (sea la
ayuda caritativa y humanitaria, sean actividades lúdicas para jóvenes o excursiones turísticas
disfrazadas de peregrinaciones) simplemente para atraer a la gente y llenar, al menos, los locales
parroquiales. Todas esas actividades hay que realizarlas como respuesta a necesidades reales de
nuestros hermanos, pero también tienen que servir de signo para introducir pedagógicamente al deseo
del alimento que perdura para la vida eterna, del don de la fe en Jesucristo. Pero, por el otro extremo,
tampoco debemos exigir desde el principio motivaciones absolutamente puras a los que se acercan a la
Iglesia, pues no pueden tener ya una fe madura los que todavía están buscando, tal vez sólo para
saciarse de pan. Que muchos aparezcan en las parroquias o en los grupos cristianos porque buscan
otras cosas distintas que el pan de vida que es Cristo (por ejemplo, amigos, ayuda material o
psicológica, una plaza en el colegio o quién sabe qué otras cosas), no es motivo para echarlos fuera,
sino ocasión para acogerlos, tomarnos en serio el hambre que los ha traído a la Iglesia, a Jesucristo, e
iniciar con ellos un proceso pedagógico y paciente de purificación de motivaciones que los invite a
realizar la obra buena que es creer que Jesucristo es el enviado de Dios, el pan de vida que sacia para
siempre las hambres fundamentales del ser humano.
José María Vegas, cmf