Comentario al evangelio del Domingo 12 de Agosto del 2012
El discurso del pan de vida: el verdadero maná
Cuando escuchamos o leemos el discurso del
pan de vida, como siempre que leemos los textos evangélicos, espontáneamente nos ponemos de parte
de Jesús y enfrente de sus oponentes. Pero es bueno que tratemos de situarnos también en el punto de
vista de los que alzan objeciones a las palabras de Cristo, porque esas objeciones expresan dificultades
reales, no sólo de los hombres de aquel tiempo (fariseos, saduceos o pueblo sencillo), sino de los
oyentes de Jesús de todos los tiempos: son también nuestras propias objeciones, las que nos dificultan
acoger el mensaje de Jesús en su integridad, como verdad vital y no sólo como dogma teórico, alejado
de lo que realmente nos ocupa y nos preocupa.
Jesús acaba de decir que el maná que comió el pueblo judío en el desierto no es el verdadero pan del
cielo, sino que él mismo en persona es el verdadero maná. Una afirmación así no podía no chocar
fuertemente con la mentalidad de los judíos piadosos que le escuchaban. Jesús estaba diciendo que uno
de los referentes esenciales de la fe de Israel, uno de los iconos intocables de su identidad como pueblo
elegido, ligado esencialmente a la experiencia fundamental de la liberación de Egipto y prueba de la
solicitud de Dios hacia él, no era más que un símbolo pálido y provisional de una realidad mucho más
importante y decisiva, la que proporcionaba la verdadera y definitiva liberación, y que esta realidad era
su persona, su propia carne. La sorpresa, el trauma, el rechazo a esas palabras son fáciles de entender.
Para todo pueblo, nación o grupo social hay “cosas que no se deben tocar”, que están investidas de
carácter sagrado. No se puede, por ejemplo, desvalorizar ante un francés el significado histórico de la
Revolución francesa. Y aquí cada cual, según su peculiar identidad cultural, nacional o ideológica,
debe pensar qué tiene por intocable. Para Israel la salida de Egipto, el éxodo, el maná, Moisés… eran
arquetipos indiscutibles de la identidad colectiva. Y Jesús, que no los negaba, venía a rebajarlos para
ponerse a sí mismo por encima de ellos. ¿Qué no le consentiría yo a Jesús “tocar” de mis iconos
personales o grupales?
Cuando alguien se atreve a hacer algo así, nuestra reacción más espontánea es espetarle al atrevido:
“Pero, éste, ¿quién se habrá creído que es?” Y esa es justamente la reacción de aquella gente: “¿No es
éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado
del cielo?” Este reproche revela que estas gentes conocían a Jesús “según la carne”, es decir, eran
paisanos suyos, vecinos, algunos, probablemente, familiares. Que uno que es como nosotros, al que
conocemos bien, se ponga por encima no sólo de los demás, sino de “lo más sagrado”, no es fácil de
aceptar. Y es el hecho mismo de conocerlo bien por cercanía geográfica, cultural o familiar lo que nos
autoriza a ponerlo en cuestión.
La respuesta de Jesús revela una verdad más profunda. Por la carne, esto es, de manera meramente
humana, no podemos llegar a conocer quién es él realmente. Podremos admirar su persona, reconocer
sus méritos, su doctrina, su capacidad para obrar signos milagrosos, su calidad de rabino o profeta.
Podremos incluso enorgullecernos de que uno al que conocemos bien sea capaz de tales cosas (como
sucede con los méritos, por ejemplo, deportivos de nuestros paisanos o connacionales, que los
consideramos nuestros: “ hemos ganado una medalla”, decimos). Pero esto es todo lo que da de sí el
conocimiento natural. Para reconocer la verdad que hay en Jesús, su procedencia divina, hay que
ponerse en otra actitud, abrirse a dimensiones nuevas: hay que dejarse llevar por el Padre, ponerse en
actitud de escucha, de aceptación y de acogida, en actitud de fe. Hay en esto algo de paradójico: por la
carne no podemos reconocerlo como Mesías, enviado por el Padre; sólo por la fe podemos reconocer
en él la presencia de Dios en la carne. Y sólo aceptando esta presencia del Dios (al que nadie ha visto
nunca) en la carne podemos superar la debilidad de nuestra carne (nuestra debilidad física y moral):
Jesús la alimenta con su divinidad y abre para nosotros la perspectiva de la resurrección de la carne.
Sólo desde la fe podemos entender esta pretensión, aparentemente desmedida de Jesús, de ponerse por
encima de los grandes referentes salvíficos de Israel (y cualesquiera otros). Como en el caso de Elías
en la primera lectura, el maná es un pan material que ayuda a atravesar el desierto; pero Cristo es un
pan que nos da fuerzas para el camino de la vida y también para atravesar victoriosos el trance de la
muerte, de manera que ésta, que parece vencer, deje de tener poder sobre nosotros.
No hay ningún icono nacional o cultural, ningún acontecimiento histórico (de esos que conforman una
identidad colectiva), ninguna ideología, capaz de superar el límite infranqueable de la muerte. Todas
esas cosas tienen su valor y pueden alimentarnos y ayudarnos a encontrar sentidos más o menos
parciales, a atravesar algunos desiertos, pero no hay nada en el mundo que pueda salvarnos
radicalmente, que nos alimente para la vida eterna; sólo Jesús, el “pan bajado del cielo”.
Cuando comprendemos en fe esta verdad caemos en la cuenta de lo peligroso que puede ser reducir el
cristianismo a una identidad cultural, por ejemplo “occidental”, para contraponerla a otras y defender
así “nuestros valores”. Aunque haya ahí una cierta verdad, igual que los paisanos de Jesús lo conocían
realmente según la carne, se trata de una reducción que puede impedir dar el paso de la fe, al hacer de
las verdades cristianas meros “iconos” particulares de ciertos pueblos y culturas, y no la apertura
incondicional al Dios Padre de todos que se nos ha manifestado en la carne de Jesucristo, en esa carne
que nos une a todos en la común condición humana.
Creer en la encarnación del Hijo de Dios, y en su presencia eucarística, en la que nos da su carne y la
prenda de la resurrección, significa saber que a Dios no le es indiferente nuestra vida, que quiere
participar en ella y que la nuestra participe en la suya, de manera que no sólo “sobrevivamos” a la
muerte, sino que alcancemos la vida en plenitud. Y, por eso mismo, a Dios no le es indiferente cómo
vivimos. Con nuestro modo de vida podemos alegrarlo o entristecerlo. Si en nuestra existencia hay
motivos para la ira y los enfados (y, mirando a nuestro alrededor, nos puede parecer que hay muchos
motivos para ello), Pablo nos recuerda que hay muchos más motivos para la bondad, la comprensión y
el perdón. Para ello basta que miremos a Cristo, que lo escuchemos, que nos dejemos alimentar por él,
o, por decirlo con las palabras de Pablo, que lo imitemos y tratemos de amar con el mismo amor que él
nos amó hasta entregarse a sí mismo como oblación y víctima de suave olor. Es esta oblación realizada
en la cruz la que se nos da en el pan de la Eucarística, que nos enseña a vivir una vida también
eucarística, entregada por amor.
José María Vegas