“El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido”
Mt 13, 44-46
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
LOS TESOROS DE LA SABIDURÍA Y DEL CONOCIMIENTO ESTÁN ESCONDIDOS EN
NUESTROS CORAZONES
Si Cristo habita en nuestros corazones por medio de la fe, como dice el divino apóstol, y
todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento están escondidos en él, entonces todos
los tesoros de la sabiduría y del conocimiento están escondidos en nuestros corazones y se
revelan al corazón en la medida de la purificación alcanzada por cada uno mediante los
mandamientos. Este es el tesoro escondido en el campo del corazón, y todavía no lo has
encontrado a causa de tu pereza. Si, en efecto, lo hubieras encontrado, habrías vendido ya
todo lo que tienes y habrías comprado este campo.
Como un labrador que busca un campo adecuado para trasplantar algún árbol silvestre y
encuentra por casualidad un tesoro inesperado, así es todo asceta humilde y sencillo. El
asceta experimentado es un agricultor espiritual que trasplanta como un árbol silvestre la
contemplación de las cosas visibles orientada a la percepción sensible en la región de las
realidades inteligibles, y encuentra un tesoro, es decir, la manifestación, por la gracia, de la
sabiduría que hay en los seres.
ORACION
Tengo necesidad de ti, Señor, de tu presencia, que da vigor a mis fuerzas e impulso a mi
corazón. Necesito saborear la dulzura de tu amistad, dejarme deslumbrar por el esplendor
de tu belleza. Tengo necesidad de apasionarme por tus cosas y de descubrir que sólo
perteneciéndote soy de verdad yo mismo.
No es fácil encontrar a precio de saldo el coraje de arriesgar. Y -me doy cuenta de ello- no
es el resultado de una operación lógica. El coraje necesario para apostarlo todo, toda la
existencia, por ti, Señor, apoyados en tu Palabra, es algo que pertenece al orden del
corazón, y es posible si acepto dejarme abrasar interiormente por el fuego del Espíritu, por
tu amor creador. Que yo también pueda saborear, Señor, tu bondad y tu dulzura... Así, lo
menos que podré hacer será dejarlo todo por ti y gritarte una vez más: «¡Aquí estoy,
Señor!».