Domingo 23 Durante el Año B
“Buscad a vuestro Dios, porque sólo Él os salvará”
La liturgia de este día nos lleva a mirar a Dios como nuestro Señor y Salvador. El profeta Isaías
pone el acento en dos hechos fundamentales que son una constante en la relación entre Dios y
el hombre: Dios que devuelve la salud física y que transforma la realidad creada. Por un lado
los milagros, entre ellos las –curaciones milagrosas- que devuelven al hombre su integridad
física: “se despegarán los ojos del ciego, se abrirán los oídos del sordo…, la lengua del mudo
cantará” (Ib. 5.6) y otro lado el hecho fundamental: “los desiertos se convertirán en un
manantial de agua, ha brotado agua del desierto” (Ib. 5). Dios es el transformador profundo de
la naturaleza que Él mismo ha creado y en donde ha puesto al hombre a habitar. Y esta
transformación es la que simboliza la transformación profunda que operará Jesucristo en el
hombre, la que se completará al final de los tiempos cuando todo sea renovado perfectamente
en Él.
En el Evangelio se realizan estas promesas mesiánicas provocando asombro en las multitudes
(Mc. 7, 31-37) especialmente frente a los milagros que Jesús opera en las curaciones: “hace oír
a los sordos y hablar a los mudos” (Ib.37). En los milagros operados por Jesús se cumplen las
profecías y al mismo tiempo quieren mostrarnos una realidad más profunda: Jesús no opera
sólo por compasión de los males humanos sino que quiere mostrar al hombre una realidad más
profunda, que mira a renovar al hombre en lo más íntimo de su ser. El perdón y la gracia de la
vida nueva que Cristo comunica hacen que la Vida de Dios habite en el corazón de los
hombres. Quien es sacado del pecado comienza a vivir una experiencia nueva, la de la vida de
Dios. El sordomudo es curado de su sordera para escuchar a Dios y a su Palabra y es capaz
de anunciarla al mundo para que como él, otros reciban de parte de Dios una vida nueva.
Si bien las enfermedades continúan afligiendo al hombre, desde la venida de Cristo y sus
signos el cristiano regenerado en Cristo no es ya sordo espiritualmente, ni mudo, ni ciego o
paralítico. Su corazón está abierto a la fe del bautismo que le hace capaz de reconocer a Dios
en Cristo Jesús y recorrer sus caminos.
Nos dice el Apóstol Santiago (Sant. 2,1-5) que Dios no hace acepción de personas. Todos
debemos llevar una vida de conducta semejante a la de Dios que se ha comunicado por medio
del bautismo y vive en nosotros. Pero ciertamente, el Señor tiene preferencia por los humildes
y los pobres, los oprimidos, los cautivos y los hambrientos (Sal.143). Y nos dice Santiago en su
último fragmento: “¿acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la
fe?” Por lo tanto, entre los cristianos no cabe hacer distinciones entre ricos y pobres, entre
potentados y gente humilde. Todos son beneficiarios de la fe y el amor, de la conversión y la
paz, para que todos vivamos en la justicia y en la verdad.
Una comunidad donde existiere esa diferencia injusta no podría llamarse cristiana, pues no
estaría basada en las enseñanzas de Cristo, sino inspirada en la mentalidad del mundo. Por
desgracia, no es difícil ser víctimas de esa mentalidad que nos envenena como sociedad y nos
limita como comunidad cristiana. Si bien tenemos que luchar contra la pobreza y la exclusión
de las personas, no debemos dejar de honrar a la pobreza material, porque ella tiene la
preferencia del amor de Cristo y nos dispone más fácilmente a la pobreza interior que es
reconocer la propia insuficiencia, miseria y debilidad y nos lleva a poner en Dios la esperanza
de la Salvación y confiar en su Providencia. Estos son los pobres a los que el Señor quiere
hacer “ricos en la fe y herederos del reino que prometió a los que le aman” (Ib.5). Y por eso
podemos cantar en la asamblea de los cristianos: “gustad y ved que bueno es el Señor, Él
cuida de los que le aman”.
Que la Virgen María, pobre y humilde en su vida, nos ayude a buscar a Dios, el Señor rico en
misericordia.
+ Marcelo Raúl Martorell
Obispo Puerto Iguazú