XXIII DOMINGO ORDINARIO B
(Isaías 35:4-7; Santiago 2:1-5; Marcos 7:31-37)
El venerable sacerdote queda en silencio. Ya se acaba la conferencia. El padre
asistió en ella pero realmente no participó. Pues es sordo. A través de los años ha
llevado varios aparatos para ayudarle escuchar sin mucho éxito. Sí, de vez en
cuando discierne unas palabras, sea por el sonido o sea por leer los labios. Sin
embargo, no puede conversar con otra persona sin el colocutor apuntando lo que
dice. A un sordo como éste Jesús se le dirige en el evangelio hoy.
La gente lleva al hombre a Jesús. Quiere que le cure de la sordera y la incapacidad
de hablar claramente. En un sentido la condición describe a muchos nosotros hoy
en día. Pues difícilmente comunicamos nuestros interiores a otras personas, aun a
nuestros seres más queridos. No es que tengamos problema a hablar de nuestro
equipo de fútbol. Algunos aun hablan con sensatez de las campañas políticas. Pero
nos cuesta revelar los temores e ilusiones más profundas, a decir nada de nuestros
fracasos. Y cuando una persona trata de hacerse sincera con nosotros, estamos
inclinados a defendernos de la intimidad con un chiste. Es como si prefiriéramos
quedar sordos a las murmuraciones del corazón.
Se ha creado un espacio de compartir del corazón en los grupos de Alcohólicos
Anónimos. Los asistentes facilitan el compartir tanto de esperanzas como de faltas
por mantener una atmósfera de comprensión. Por eso, el famoso psiquiátrico Scott
Peck describió la fundación de AA como uno de los eventos más importantes del
siglo veinte. Ahora se duplica el ambiente de AA por personas con todos tipos de
dificultades desde obsesiones de comer hasta el luto sobre la pérdida de un hijo.
Siempre es un proceso de individuos reconociendo sus propias faltas y aceptando a
los demás en afecto mutuo. En la lectura Jesús prepara al hombre para participar
en tal grupo. Mete sus dedos en los oídos del sordo, le toca la lengua, y emite la
palabra, “Effetá!” que quiere decir “Ábrete”. Las acciones indican la expulsin de
un demonio para liberar al hombre. Es como el sordo, ya suelto de su cargo
malvado, podría contar la trayectoria de su vida.
La comunidad cristiana debe ser un grupo donde se puede expresar tanto la
contrición de pecados como el deseo para una vida mejor. De hecho, es. La Iglesia
constantemente invita a los fieles a reunirse en grupos para compartir la fe. Los
cursillistas son famosos por las “ultreyas” donde se congregan cada ocho días para
compartir los altibajos del discipulado de Jesús. Los grupos de oración tienen una
finalidad semejante. Más reciente, las comunidades pequeas de Renacer y “Por
qué ser catlico?” han servido para abrir nuestros oídos y lenguas en apoyo mutuo.
“Está bien – pensamos, pero sigue la inquietud -- ¿por qué no vemos milagros
ahora como Jesús hace en el evangelio?” Pero la verdad es lo que llamamos
“milagros” en el evangelio por la mayor parte no se entienden como trastornos de
la naturaleza. Más bien, son señales de la venida de Dios que sigue haciéndose
presente ahora en formas distintas. Dios ilumina la mente de los científicos para
inventar nuevas curas. Más relevante, Dios impulsa a gente como nosotros a
ofrecer esmerado servicio para el otro. Se ve este servicio en un jubilado que va a
dos hospitales cuatro días por semana consolando y aconsejando a las víctimas de
derrame cerebral y sus familias. Este tipo de compromiso – que se puede ver en
medio de cada uno de nosotros – nos deja con el mismo halago con que la gente
alaba a Jesús, “Qué bien lo hace todo!”
Ahora, once aos después de “once de septiembre”, muchos norteamericanos han
olvidado la profundidad de ese momento. Para aquellos que perdieron a sus seres
más queridos fue un tiempo de confusión y tristeza incomparable. Pero la mayoría
de nosotros experimentamos no sólo asombro sobre el atrevimiento de los
terroristas sino también la necesidad de compartir del corazón. Quisimos reconocer
nuestras faltas a nuestros familiares y contarles de nuestro afecto. Fue un tiempo
de “Effetá!” (ábrete). Es como si fuéramos hechos por tal compartir pero nos faltó
un desastre para abrir nuestros corazones. El desastre nos abrió el corazón.
Padre Carmelo Mele, O.P.