Comentario al evangelio del Domingo 09 de Septiembre del 2012
Effetá
La ceguera, la sordera, cualquier género de invalidez
física son formas extremas de la limitación propia de nuestra condición humana. Además de estas
carencias, adosadas directamente a nuestro cuerpo, también nos limita con frecuencia la hostilidad del
ambiente natural, como la aridez de la tierra que nos niega sus frutos. Unos más otros menos, todos
sentimos y experimentamos esas limitaciones y es normal que, cuando aprietan, imaginemos la
salvación como la superación de aquello que nos impide vivir en plenitud: ver, oír, hablar, movernos,
el desierto que florece como un vergel. Es normal, pero no es suficiente. La película “Los
descendientes”, protagonizada por George Clooney en 2011, empieza recordándonos que unas
condiciones naturales, sociales y humanas aparentemente envidiables (gente “guapa” y sana que vive
en Hawái con un buen nivel de vida) ni garantizan la felicidad ni evitan los sufrimientos a que se ven
sometidos todos los seres humanos. Si todo el problema de la felicidad y la plenitud humana se ciñeran
a la superación de las limitaciones físicas, la salvación sería cuestión exclusivamente técnica, confiada
al adecuado progreso de la medicina, y de las ciencias que nos permiten dominar la naturaleza física.
Que esto es insuficiente lo entendemos enseguida al considerar el problema siempre pendiente de la
muerte, pero también el problema moral de la justicia, al que las soluciones puramente técnicas por sí
solas no son capaces de responder.
Por eso, esas desgracias extremas como la ceguera, la sordera (y la mudez) o la parálisis son en el
lenguaje bíblico signos sacramentales de otros males más profundos que amenazan la existencia
humana de manera radical: males morales y religiosos, como el pecado y el alejamiento de Dios,
fuente de todo bien. Y, en consecuencia, los bienes reales representados por la eliminación de las
limitaciones y carencias físicas son también indicadores de otros bienes más altos, de la salvación del
pecado y la muerte, que el ser humano encuentra en la comunión con Dios.
Esta comunión con Dios (y en Él, con todos los demás seres humanos y con la creación entera) es lo
que ha venido a traernos Jesús. La anuncia con sus palabras, pero, además, la hace visible liberando al
hombre de sus dolencias. Jesús cura enfermedades de manera milagrosa con la fuerza de su palabra.
Pero él no es un médico, ni siquiera un taumaturgo. No ejerce su poder benéfico y sanador para
sorprender ni para suscitar admiración o promover adhesiones. Con estas acciones manifiesta la fuerza
salvadora de su palabra, la efectiva presencia en nuestro mundo del Reino de Dios. Podemos, pues,
entender estos milagros como acciones simbólicas que nos avisan de la voluntad salvífica de Dios que
opera de manera real y efectiva por medio de Cristo.
El relato de hoy de la curación del sordomudo nos da indicaciones preciosas sobre la salvación que
Dios nos ofrece en Jesucristo. En primer lugar, su carácter abierto, incondicional y universal: la
curación tiene lugar fuera de los límites de Israel, en territorio pagano, igual que la de la hija de la
mujer fenicia (cf. Mc 7, 24); en este caso ni siquiera se nos da noticia de la fe ni la pertenencia
religiosa de ese hombre. Aunque la expresión curativa de Jesús, “Effetá” ( Ephphatha, una forma del
imperativo hippataj , “¡Sea abierto!”) que es un término arameo de origen hebreo, puede reivindicar
que la salvación, abierta a todos, de hecho “viene de los judíos” (cf. Jn 4, 22). En segundo lugar, la
acción curativa no sólo no busca, sino que evita la publicidad, para obviar malas comprensiones,
precisamente, médicas o taumatúrgicas: el peligro de quedarse sólo en el bienestar material (y reducir a
esto la salvación), o de provocar una fe interesada. La salvación que ofrece Jesús se debe aceptar sólo
por la fe y la acogida de su palabra, y no por posibles ventajas que se puedan obtener.
Jesús, en efecto, al abrir los oídos y la boca del sordomudo está realizando una acción salvífica que
llama a ese hombre y a todos los que la contemplan (a todos nosotros) a abrir los oídos a la Palabra de
Dios y la boca a su alabanza.
Ahora estamos en grado de entender mejor el carácter simbólico de las curaciones físicas como
expresión de la salvación. No se trata de una mera instrumentalización del sufrimiento físico al servicio
de metas “espirituales”. Lo simbólico es la esencia del sacramento: lo que une realidades separadas, a
Dios con el hombre, el cielo y la tierra, el espíritu y el cuerpo. Si en la curación física Jesús realiza una
acción sacramental que remite a la curación del corazón, herido por el pecado y exiliado de Dios, aquel
que ha sido curado por dentro de esta manera se abre a las necesidades concretas de los demás. Y es
que si nuestras necesidades, limitaciones y sufrimientos tienden a encerrarnos en nosotros mismos en
un movimiento egoísta (bastante tenemos con nuestros propios problemas, solemos decir), la curación
que opera Jesús toca nuestro interior, transforma el corazón de manera que podemos empezar a “ver” a
los demás con ojos nuevos, a “escuchar” sus gemidos, y acercarnos a ellos para aliviar sus necesidades
concretas, incluidas las físicas. Esta concreción es otro de los rasgos sobresalientes en el relato del
evangelio de hoy: Jesús, apartándolo de la multitud, busca el encuentro con el enfermo, lo toca allí
donde duele, le dirige una palabra personal.
Nosotros mismos, si hemos experimentado de alguna forma el poder sanador de Jesús, tenemos que
aprender a participar de ese poder, que nos da fuerzas para salir de la cerrazón de nuestros territorios e
ir, más allá de nuestras fronteras, al encuentro de los hermanos que sufren, tocándolos y sanando sus
enfermedades en la medida de nuestras posibilidades. Aquí el milagro es la ya capacidad de salir de sí.
La ayuda concreta podrá realizarse de manera natural, por medio de los adelantos técnicos y científicos
(como la medicina, que también entra en el designio de Dios), o de otros (la contribución económica,
el voluntariado, la consagración a Dios y al servicio de los demás…). Pero lo importante es que en la
concreción del encuentro, de la capacidad de compadecer y de la ayuda fraterna estaremos haciendo
presente en nuestro mundo el Reino de Dios, la humanidad nueva, al mismo Cristo que la encarna y
realiza.
Un ejemplo muy concreto de todo esto nos lo ofrece hoy la carta de Santiago. Este apóstol no se
distingue por las sutilezas teológicas, sino precisamente por lo directo de sus expresiones. Quien ha
sido curado por Jesús no puede juzgar por apariencias externas ni, en consecuencia, discriminar a los
seres humanos por su estatus social o su aspecto. Pero tenemos que reconocer que sus palabras de hoy
son un aldabonazo a nuestra conciencia, pues la mayoría de nosotros seguimos ateniéndonos a esos
criterios del viejo mundo, seguimos ciegos para las riquezas de la fe y la herencia del reino. Caigamos
en la cuenta de que lo que dice Santiago se puede entender en sentido amplio: los vestidos lujosos o los
andrajos por los que discriminamos, respetando a unos y despreciando a otros, pueden ser también de
tipo ideológico, cultural, nacional o racial: son fronteras que Jesús, con su ejemplo, nos invita a
traspasar. Todos debemos examinarnos al respecto, para, una vez reconocidos los prejuicios que nos
impiden reconocer en el otro a un hermano nuestro, acudir a Jesús y pedirle que, una vez más, nos
cure, nos abra los ojos, los oídos, la boca y el corazón, para que podamos alabar a Dios, proclamando y
testimoniando que “todo lo ha hecho bien”, como Dios en el principio de la creación del mundo, y que
nosotros podemos participar de ese mismo poder creador y sanador haciendo el bien al necesitado.
José María Vegas, cmf