XXIV D OMINGO DEL T IEMPO O RDINARIO “B”
(Is 50, 5-9a; Sal 114; St 2, 14-18 Mc 8, 27-35)
P ROFECÍA :
“… ofrecí la espalda a los que me apaleaban,
las mejillas a los que mesaban mi barba; no
me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos.”
C UMPLIMIENTO :
-«El Hijo del hombre tiene que padecer
mucho, tiene que ser condenado por los
ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser
ejecutado y resucitar a los tres días.»
I NVITACIÓN
-«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su
cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda
su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»
M EDITACIÓN
El día 14 de septiembre, contemplamos el rostro de Cristo con motivo de la fiesta
de la Exaltación de la Cruz. La Liturgia de este domingo parece un eco del misterio
cristiano por excelencia, la muerte y resurrección de Jesús, razón de la fe.
Solo desde la Cruz victoriosa se entiende el discurso de perder la vida para
ganarla, de ponerse en el último lugar para ser primero, de servir al otro para ser señor.
La paradoja de la Cruz se comprende contemplando el destino del Crucificado. Éste es
el rostro de nuestro Maestro, la fascinante identidad de quien nos ha llamado a seguirlo,
motivo para compartir su dolor por tantos que no conocen las entrañas de Dios.
Hace pocos días, los Amigos de Buenafuente que hemos recorrido un trecho del
Camino de Santiago, venerábamos en Santo Toribio de Liébana el relicario de la Santa
Cruz. Besar la Cruz, adorarla, no es un gesto morboso, sino de agradecimiento a Aquel
que en ella dio su vida por nosotros, movido por el amor a toda la humanidad.
Jesús ha venido al mundo para revelar al hombre el amor de Dios. Dios se ha
desbordado en su amor y se ha manifestado en su Hijo con rostro humano para atraer a
todos hacia sí. No manipulamos la revelación de manera interesada si nos acercamos al
trono de gracia, a quien, herido de amor por nosotros, abre siempre sus brazos.
La respuesta adecuada a la revelación de Dios en su Hijo es la de acoger su
Palabra, su ofrecimiento de amor y misericordia, sellado con su sangre. Es injusto
sobrecargarse con un peso del que Jesús quiere liberarnos, pues Él ha querido cargar
con nuestras culpas.
Nos corresponde la reacción humilde del que se reconoce pecador y débil, y
dejarnos amar y perdonar. La misericordia de Dios puede al juicio y su fidelidad dura
por siempre. Los creyentes tenemos la llamada a hacer tangible la misericordia, cercana
la bondad, testimonio el amor, por el gozoso ofrecimiento de la vida como servicio.