XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Padre Julio Gonzalez Carretti
DOMINGO
a.- Is. 50, 5-10: Ofrecí la espalda a los que me golpeaban.
La lectura del profeta Isaías, nos presenta al pueblo de Israel fiel, con el Siervo de
Yahvé. Es el testimonio personal, la función profética que le corresponde a Israel,
dentro del plan divino, a pesar de los sufrimientos que vive hoy. Este Siervo, habla
como discípulo, comunica la enseñanza fiel que ha recibido. Es la palabra de Dios,
su fuerza, con la que sostiene al Israel histórico, escéptico y desilusionado. Ese
despertar temprano, no es sino para escuchar a Yahvé (cfr. Is. 50, 4). A pesar de
todas las vejaciones, Israel, el Siervo, aprendió a obedecer a Yahvé. Con este
pasaje, los Sinópticos nos presentan a Jesús como ese Siervo sufriente ante Pilato,
en su Pasión. Este Siervo, representa a todos los israelitas que sufrieron a causa de
su fe en el destierro babilónico, como también, al resto de Israel, que permaneció
fiel a Dios. Jesús es la cúspide de toda esa fe y dolor, pero es a nosotros los que
nos toca aportar lo que falta a la Pasión de Cristo. El Siervo, a pesar de todos los
sufrimientos, supo confiar en Yahvé su salvador. ÉL era su fuerza y toda su
esperanza estaba puesta en que no lo dejaría en el dolor. Lo defiende como
inocente, mientras todos lo acusan, Yahvé lo justifica (vv. 8.9). Este Siervo
sufriente, nos ha llevado hasta Cristo Jesús, ellos sufrieron en el destierro, nosotros
en esta vida, pero será en definitiva el Siervo sufriente y Mesías Crucificado quien
tenga la última palabra como Resucitado.
b.- Sant. 2,14-18: La fe, si no tiene obras, está muerta.
El apóstol nos plantea el problema de la fe y las obras, que en el tiempo de
Santiago, tenían dos corrientes de pensamiento que influían: por una parte,
estaban los que buscaban a Dios a través del conocimiento, sin que esto influyera
en sus vida moral, y los que habían mal entendido a Pablo, que enseñaba que el
hombre se justifica por la fe, sin las obras de la Ley (cfr. Gál. 3). El apóstol,
presenta argumentos que hace ineficaces esas ideas: la práctica devocional judía,
rezaba todos los días el Shema (cfr. Dt. 6,4), confesión de fe que bastaba para
salvarse, sin la obligación de las obras. Hasta los demonios creían lo mismo. Este
tipo de fe, no servía para nada. La historia de Israel, está llena de ejemplos de la
necesidad de que la fe, sea demostrada por las obras: Abraham lo que lo justificó,
su obra, el sacrificio de Isaac, su hijo, su disponibilidad ante la voluntad de Dios
(cfr. Gn. 22, 9-12). La obediencia fue su justificación. ¿Fe u obras? Pablo, enseña
que la obra de Cristo es completa, no necesita de las obras de la Ley, para la
salvación. Las obras, deben ser ahora las obras nacidas de la fe, en Cristo Jesús y,
no un complemento. Santiago, tiene una visión práctica: la fe sin las obras no vale
nada. La relación con Dios, pasa por las obras; la sola profesión de fe, no es
garantía de la salvación. La fe verdadera, se traduce en obras también auténticas.
c.- Mc. 8, 27-35: Tú eres el Mesías. El Hijo del hombre tiene que padecer
mucho.
En el evangelio, encontramos tres secciones: la confesión de fe de Pedro (vv. 27-
30), el primer anuncio de su pasión y resurrección (vv. 31-33) y la tercera las
condiciones para seguir a Jesús (vv. 34-35). En la primera parte, el evangelista nos
presenta la última etapa de la estadía de Jesús en Galilea, antes de subir a
Jerusalén. Por ello la pregunta que hace a los suyos, es para asegurarse que sus
discípulos suban a Jerusalén, como discípulos más que como peregrinos; hay que
confirmar, la opción hecha anteriormente (v. 27). La gente tiene una alta estima de
Jesús, lo considera entre los grandes profetas, los que han estado más cercanos a
Dios. En este ambiente tranquilo, les pregunta directamente a ellos, ¿qué piensan
sobre ÉL? (v.29). Se pasa, de la opinión periférica de los otros, a la de ellos, tomar
posición frente a Jesús. Ante la pregunta de Jesús, sobre qué piensa la gente acerca
de Él, la respuesta de Pedro, es toda una confesión de fe: «Tú eres el Cristo.»
(v.29). Esta confesión es sobre la verdadera identidad de Jesús, la misma que más
tarde, confesará en la Pasión; aunque falta la luz pascual, confesión envuelta de
incomprensión, identifica a Jesús como el enviado definitivo de Dios, el Mesías,
cumplimiento de las profecías y de esperanzas de Israel. En los últimos tiempos se
pensaba en un libertador político, el Mesías, pero Jesús no quiere alimentar falsas
expectativas, por ello, manda inmediatamente callar acerca de su identidad (v.30);
e inmediatamente Jesús anuncia su pasión y resurrección, alejando de su rol de
Mesías, toda idea de mesianismo político, que traducen el nacionalismo judío, que
sostenían los apóstoles. Más bien, Jesús de Nazaret, calza con el Siervo sufriente de
Isaías, sólo a la luz de la Pascua, vinieron a comprender esto los apóstoles, y la
primitiva comunidad. El Nazareno, indica con toda claridad, lo que entiende por
Mesías: ofrecer la vida, subir a Jerusalén, morir y al tercer día resucitar. La reacción
de los apóstoles, desconcertados en cuanto a comprender al Maestro, y mucho más
difícil el seguirle por esta nueva etapa del camino de seguimiento que habían
emprendido. La protesta de Pedro, es por querer ahorrarle la pasión y muerte a
Jesús, el sufrimiento; sin darse cuanta, Pedro se pone en la línea de Satanás, que
quería un mesianismo triunfalista, lleno de gloria y éxito. Jesús reprende a Pedro,
con palabras muy duras: sus pensamientos son lo de los hombres, no los de Dios
(v.33). Concluye esta sección (vv. 34-35), con el llamado que hace Jesús a
seguirle, es un compromiso con ÉL, la totalidad de la petición, centra todo el
sentido las palabras del Maestro, un vaciarse de nosotros mismos en vista de ÉL.
Un orgullo natural nos hace afirmarnos en nosotros mismos, aunque esa soberbia
no lleva a ningún destino, lo que hace difícil ese vaciamiento interior. Jesús, en
cambio, exige que para ir con ÉL, es necesario renunciar a nosotros mismos, y
cargar con nuestra cruz. “Salvar la vida” significa replegarnos en nosotros mismos,
en forma egoísta, olvidando al prójimo, es puro egoísmo, teniendo la satisfacción
como meta, es camino de fracaso seguro. “Perder la vida” significa entregarla por
Cristo y su evangelio al prójimo. Se trata de la centralidad de Jesucristo en la vida
del discípulo, no mero filantropismo o solidaridad, sino un vínculo fuerte y
totalizador con su Persona y su Evangelio, modo concreto, para conocerle y
encontrarle. La totalidad nos habla de una dimensión de amor, uno e indiviso. Jesús
vale tanto, que hay que estar dispuestos a entregar la vida, a fin de mantenerse,
en el “unum necessarium”, lo único necesario.
Santa Teresa de Jesús, “Estaba una vez recogida con esta compañía que traigo
siempre en
el alma y parecióme estar Dios de manera en ella, que me acordé de cuando San
Pedro dijo: «Tú eres Cristo, hijo de Dios vivo»; porque así estaba Dios vivo en mi
alma. Esto no es como otras visiones, porque lleve fuerza con la fe; de manera que
no se puede dudar que está la Trinidad por presencia y por potencia y esencia en
nuestras almas. Es cosa de grandísimo provecho entender esta verdad. Y como
estaba espantada de ver tanta majestad en cosa tan baja como mi alma, entendí:
«No es baja, hija, pues está hecha a mi imagen». También entendí algunas cosas
de la causa por qué Dios se deleita con las almas más que con otras criaturas, tan
delicadas que, aunque el entendimiento las entendió, de presto no
las sabré decir” (Cuentas de Conciencia 41,1-3; O bien: Relaciones 54,1)