Memoria. Nuestra Señora, La Virgen de los Dolores (15 de
septiembre)
María “estaba al pie de la cruz”, corredimía y ofrecía su consuelo, como
sigue haciendo con nosotros
“En aquel tiempo, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la
hermana de su madre, María, la de Cleofás, y Maria, la Magdalena.
Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a
su madre: -«Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego, dijo al discípulo: -
«Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora, el discípulo la
recibió en su casa” (Juan 19,25-27).
O bien: Su padre y su madre estaban sorprendidos por lo que se
decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María su madre: -Mira,
éste está puesto para que en Israel unos caigan y otros se levanten,
y como bandera discutida -y a ti, una espada atravesará tu alma
(tus anhelos te los truncará una espada)-; así quedarán al
descubierto las ideas de muchos ” (Lucas 2,33-35).
1. El evangelio de Juan nos dice que «junto a la cruz de Jesús estaba
su madre», con una fidelidad hasta las últimas consecuencias. La virgen
dolorosa es una madre valerosa, que se mantuvo firme de pie junto a la
cruz, es decir, que no se dejó derrumbar por el dolor. Es un valor que está
sustentado por la esperanza. Es luz para que en las penas pensemos en que
está por amanecer un día nuevo, el día de la vida.
“… Y a ti una espada te atravesará el corazón ”, podemos leer en
san Lucas lo que escuchaste tiempo atrás, Virgen María, sobre este
momento de la cruz que llegaría, como recuerda el Vaticano II: “ Así
también la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la
fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde,
no sin designio divino, se mantuvo de pie, se condolió
vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal
a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima
engendrada por Ella misma, y, por fin, fue dada como Madre al
discípulo por el mismo Cristo Jesús, moribundo en la Cruz con estas
palabras: «¡Mujer, he ahí a tu hijo!» (LG 58) .
Así reza el himno de hoy : “La Madre piadosa estaba junto a la cruz /
lloraba mientras el Hijo pendía; / cuya alma, triste y llorosa, traspasada y
dolorosa, fiero cuchillo tenía... // Por los pecados del mundo vio a Jesús / en
tan profundo tormento la dulce Madre. / Vio morir al Hijo amado, que rindió
desamparado el espíritu a su Padre... // Haz que esa cruz me enamore y
que en ella viva y more, / de mi fe y amor indicio, porque me inflame y
encienda, / y contigo me defienda en el día del juicio. Amén”.
Y también: “¡Oh dulce fuente de amor!, / hazme sentir tu dolor para
que llore contigo. / Haz que, por mi Cristo amado / mi corazón abrasado
más viva en Él que conmigo. // ¡Virgen de vírgenes santas!, / llore ya con
ansias tántas que el llanto dulce me sea; / porque su pasión y muerte
tenga en mi alma, / de suerte que siempre sus penas vea. Amén”.
A ti te pedimos, Nuestra Señora de los Dolores, también en algunos
sitios se te llama Nuestra Señora de las Angustias, o Nuestra señora de los
Siete Dolores, que esta fiesta nos una por ti a Jesús y nos dejemos
contemplar por Él. Tú viste a Jesús rechazado por las autoridades del
pueblo y amenazado de muerte. Cuando en el Via Crucis te encontraste con
tu Hijo llevado para crucificar, quizá le dijiste “aguanta conmigo, Madre, que
estoy haciendo nuevas todas las cosas”… y tu paciencia se consumó en el
Calvario.
De esta manera, María se convierte en figura y modelo para todo
cristiano. Por haber estado estrechamente unida a la muerte de Cristo,
también está unida a su resurrección. La perseverancia de María en el dolor,
realizando la voluntad del Padre, le proporciona una nueva irradiación en
bien de la Iglesia y de la Humanidad. María nos precede en el camino de la
fe y del seguimiento de Cristo. Y el Espíritu Santo nos conduce a nosotros a
participar con Ella en esta gran aventura (Josep M. Soler, Abad de
Montserrat).
“Entregándonos filialmente a María, el cristiano, como el Apstol
Juan, ‘acoge entre sus cosas propias’ a la Madre de Cristo y la introduce en
todo el espacio de su vida interior, es decir, en su ‘yo’ humano y cristiano”
(Juan Pablo II). María es al pie de la Cruz Madre de Cristo, Madre de los
cristianos: “Así es, porque así lo quiso el Señor. Y el Espíritu Santo dispuso
que quedase escrito, para que constase por todas las generaciones:
Estaban junto a la cruz de Jesús, su madre, y la hermana de su
madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Habiendo
mirado, pues, Jesús a su madre, y al discípulo que él amaba, que
estaba allí, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después,
dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquel punto el
discípulo la tuvo por Madre .
”Juan, el discípulo amado de Jesús, recibe a María, la introduce en su
casa, en su vida. Los autores espirituales han visto en esas palabras, que
relata el Santo Evangelio, una invitación dirigida a todos los cristianos para
que pongamos también a María en nuestras vidas. En cierto sentido, resulta
casi superflua esa aclaración. María quiere ciertamente que la invoquemos,
que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad,
pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre.
”Pero es una madre que no se hace rogar, que incluso se adelanta a
nuestras súplicas, porque conoce nuestras necesidades y viene prontamente
en nuestra ayuda, demostrando con obras que se acuerda constantemente
de sus hijos. Cada uno de nosotros, al evocar su propia vida y ver cómo en
ella se manifiesta la misericordia de Dios, puede descubrir mil motivos para
sentirse de un modo muy especial hijo de María.
”Los textos de las Sagradas Escrituras que nos hablan de Nuestra
Señora, hacen ver precisamente cómo la Madre de Jesús acompaña a su
Hijo paso a paso, asociándose a su misión redentora, alegrándose y
sufriendo con El, amando a los que Jesús ama, ocupándose con solicitud
maternal de todos aquellos que están a su lado” (San Josemaría).
Ella, corredentora, nos enseña la gallardía con que el cristiano debe
sobrellevar el dolor. El dolor no es ya un maldito hijo del pecado que nos
atormenta tontamente; es el precio del amor a los demás. No es el castigo
de un Dios que se regocija en hacer sufrir a sus criaturas, es el momento en
que podemos ofrecer ese dolor por el bien espiritual de los demás, es la
experiencia de la corredención, como María. Ella miró la cruz y a su Hijo y
ofreció su dolor por todos nosotros. ¿No podríamos hacer también lo mismo
cuando sufrimos? Mirar la cruz. Salvar almas.
El sufrimiento parece que se aficiona a algunas personas de un modo
especial. La vida de la Santísima Virgen estuvo profundamente marcada por
el dolor. Dios quiso probar a su Madre, nuestra Madre, en el crisol del
sacrificio. Y la probó como a pocos. María padeció mucho. Pero fue capaz de
hacerlo con entereza y con amor. Ella es para nosotros un precioso ejemplo
también ante el dolor. Hoy repasamos el dolor ante las palabras de Simeón
que anuncian la cruz, y el dolor de la cruz es también causa de
salvación . El anciano profeta no le predijo grandes alegrías y consuelos a
nivel humano. Al contrario: “ este niño será puesto como signo de
contradicción, -le aseguró-. Y a ti una espada de dolor te atravesará
el alma ”. Semejantes presagios no le quitaron la paz y la confianza en
Dios. Y en su interior volvería a resonar con fuerza y seguridad el fiat aquel
lleno de amor de la anunciación.
Ese dolor lo veremos también ante la matanza de los inocentes por
Herodes. Sensible al sufrimiento ajeno, no solo piensa en que quieren matar
a su hijo, sino que sabe compadecerse, socorrer en la medida que puede,
consolar.
El dolor le siguió en la pérdida del Niño. Angustiada por la
incertidumbre, pensaría: ¿Dónde estará?, ¿le habrá pasado algo?, ¿me
necesita? Rezó mucho y confió en Dios. Esto preparó el dolor de la
separación y la primera soledad. ¿Qué pasa por el corazón de una madre en
una despedida así, la vida pública del Señor y sobre todo al pie de la Cruz.
Mirémosla. “La suave Madre -afirma Luis M. Grignion de Montfort- nos
consuela, transforma nuestra tristeza en alegría y nos fortalece para llevar
cruces aún más pesadas y amargas”. María en la pasin y junto a la cruz de
su Hijo se sintió crucificar con Él. Así describe Atilano Alaiz los sentimientos
de la Madre ante el Hijo: “Los latigazos que se abatían chasqueando sobre
el cuerpo del Hijo flagelado, flagelaban en el mismo instante el alma de la
Madre; los clavos que penetraban cruelmente en los pies y en las manos del
Hijo, atravesaban al mismo tiempo el corazón de la Madre; las espinas de la
corona que se enterraban en las sienes del Hijo, se clavaban también
agudamente en las entrañas de la Madre. Los salivazos, los sarcasmos, el
vinagre y la hiel atormentaban simultáneamente al Hijo y a la Madre”.
El colmo del sacrificio está en ver morir a los seres amados. Lope de
Vega decía con gran realismo: “Sin esposo, porque estaba José / de la
muerte preso; / sin Padre, porque se esconde; / sin Hijo, porque está
muerto; / sin luz, porque llora el sol; / sin voz, porque muere el Verbo; / sin
alma, ausente la suya; / sin cuerpo, enterrado el cuerpo; / sin tierra, que
todo es sangre; / sin aire, que todo es fuego; / sin fuego, que todo es agua;
/ sin agua, que todo es hielo...” Creyendo, confiando y amando Ella supo
esperar la mayor alegría de su vida: recuperar a su Jesús para siempre tras
la resurrección. Aprendamos de María a llenar el vacío de la soledad que
nos invade tras la muerte de nuestros seres queridos. Llenarlo con lo único
que puede llenarlo: el amor, la fe y la esperanza de la vida futura. Cuánto
nos admira la Virgen dolorosa por haber sufrido como sufrió, por haber
amado como amó. Cómo quisiéramos ser como Ella (Marcelino de Andrés).
2. La carta a los Hebreos nos dice que el Hijo de Dios, hecho hombre,
compartió con nosotros todo, menos el pecado, pero sufrió más que
nosotros; y en su dolor fue acogido y recibió la bendición del Padre, pero sin
renunciar a un átomo del camino de amargura en su fidelidad. María lo
imitó. Jesús, sufriendo, aprendió a obedecer. Así como Cristo “ sufriendo
aprendió a obedecer ”, también María. ¡Cómo rezaría el Padrenuestro, en
los momentos duros, diciendo “hágase tu voluntad”! Y así como la obra de
su hijo “ se ha convertido en autor de salvación para todos ”, también
ella se asoció íntimamente a esa obra.
“Jesús, "aun siendo Hijo, con lo que padeci, experiment la
obediencia" (Hb 5, 8). ¡Con cuánta más razón la deberemos experimentar
nosotros, criaturas y pecadores, que hemos llegado a ser hijos de adopción
en él! Pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo
para cumplir su voluntad, su designio de salvación para la vida del mundo.
Nosotros somos radicalmente impotentes para ello, pero unidos a Jesús y
con el poder de su Espíritu Santo, podemos poner en sus manos nuestra
voluntad y decidir escoger lo que su Hijo siempre ha escogido: hacer lo que
agrada al Padre (cf Jn 8, 29): ‘Adheridos a Cristo, podemos llegar a ser un
solo espíritu con él, y así cumplir su voluntad: de esta forma ésta se hará
tanto en la tierra como en el cielo (Orígenes, or. 26).
Considerad cómo Jesucristo nos enseña a ser humildes, haciéndonos
ver que nuestra virtud no depende sólo de nuestro esfuerzo sino de la
gracia de Dios. El ordena a cada fiel que ora, que lo haga universalmente
por toda la tierra. Porque no dice 'Que tu voluntad se haga' en mí o en
vosotros 'sino en toda la tierra': para que el error sea desterrado de ella,
que la verdad reine en ella, que el vicio sea destruido en ella, que la virtud
vuelva a florecer en ella y que la tierra ya no sea diferente del cielo (San
Juan Crisstomo, hom. in Mt 19, 5)’” (Catecismo 2825).
Sálvame, Seor, por tu misericordia”, rezamos con el salmista: “ A
ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado; tú, que eres
justo, ponme a salvo, inclina tu oído hacia mí”. Pedimos al Señor que
sea “la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve, tú que eres
mi roca y mi baluarte; por tu nombre dirígeme y guíame”. Que nos
quite todo mal, y nos abandonamos en Él: “ Pero yo confío en ti, Señor,
te digo: «Tú eres mi Dios.» En tu mano están mis azares: líbrame de
los enemigos que me persiguen”. Esta confianza nos sostiene, y está
basada en el amor que Dios nos tiene: “ Qué bondad tan grande, Señor,
reservas para tus fieles, y concedes a los que a ti se acogen a la
vista de todos”.
Llucià Pou Sabaté