Y vosotros, ¿quién decís que soy?
Domingo XXIV del TO (Ciclo B)
Jesús pregunta a los suyos sobre su propia identidad. Han escuchado sus
palabras y han visto los milagros que realizaba. Sobre esta base pueden ya
hacerse una idea ajustada acerca de su naturaleza y de su misión.
Una primera opinión – que responde al interrogante: “Quién dice la gente
que soy yo?” – recoge, por así decirlo, el sentir popular acerca de Jesús.
Unos dicen que es Juan Bautista; otros, que es Elías, y otros, que es uno de
los profetas (cf Mc 8,27). La respuesta es inexacta, aunque no
completamente desacertada, ya que sitúa a Jesús en la estela de los
profetas. Pero Él es más que un profeta.
El Señor no se conforma con esta primera respuesta y se dirige
directamente a los discípulos: “Y vosotros, quién decís que soy?” Pedro
toma la palabra y da la contestación correcta: “Tú eres el Mesías” ( Mc
8,29). Jesús es el rey esperado de Israel, que enseñará al pueblo los rectos
caminos de Dios y establecerá el reinado divino sobre la tierra. Pero esta
respuesta verdadera no puede ser divulgada hasta después de la muerte y
Resurrección del Señor. Solo entonces, con la Pascua, se pondrá de relieve
la auténtica esencia de su realeza.
Como un maestro que enseña gradualmente a sus discípulos, el Señor
revela a los suyos la singularidad de su mesianismo haciendo una predicción
de la pasión: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser
condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y
resucitar a los tres días” ( Mc 8,31). Así ha sido profetizado por las
Escrituras en la figura del Siervo sufriente que ofrece la espalda a los que le
golpeaban (cf Is 50,5-9). Dios realiza su plan salvador según unos
parámetros que nos desconciertan y nos sorprenden.
Como Pedro, también nosotros podemos tener la tentación de querer
instruir al Maestro; de decirle a Dios cómo ha de salvarnos, apartando del
camino el escollo de la cruz. Nos parece impropio de Dios el abajamiento
terrible de su Hijo, el descenso hasta el abismo del sufrimiento, del dolor y
de la muerte. También nosotros, como Pedro, querríamos tal vez un reino
terreno, visible, resplandeciente ante los ojos del mundo. Un reino del bien
que aplastase definitivamente a los enemigos. Pero ese no parece ser el
querer de Dios, que ha optado por el sinsentido y la locura de la cruz.
Pedro, sin saberlo, sigue el juego de Satanás. Rechazando el sufrimiento del
Mesías rechaza los planes de Dios, intentando poner a Dios a su nivel,
reduciéndolo a su altura: “Tú piensas como los hombres, no como Dios!”,
le dice Jesús.
Como Pedro, cada uno de nosotros necesita dejarse instruir por el Señor
para no abandonar el camino cuando nos encontremos con el sufrimiento,
sino para recorrer hasta el final esa senda costosa que pasa por la renuncia
a uno mismo, que exige cargar con la propia cruz como un preso condenado
y maltratado camino de su ejecución. Es el camino de Cristo. Es el camino
de la vida. Solo quien está dispuesto a perder la vida, la encontrará: La vida
auténtica, la que no acaba, la que ningún poder de este mundo puede
romper.
Guillermo Juan Morado.