Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
¡Arriba los de abajo!
Un joven le dijo a su padre: ‒“Papá, cuando yo sea grande quisiera ser como vos”.
–Y ¿por qué hijo? –“Para tener un hijo como yo”.
¿Por qué una persona engreída, presumida, altanera provoca tanto rechazo y antipatía? Los
prepotentes son insoportables independientemente del acierto de sus actuaciones. Puede
que sean brillantes pensadores, extraordinarios deportistas o cualificados artistas, pero si
son jactanciosos se vuelven insufribles.
Los engreídos caen mal porque se apropian de una gloria que no les pertenece. Se endiosan
como si fueran seres superiores y esto es algo intolerable. Nadie duda de la intrepidez, valor
y sagacidad que caracterizó al joven Alejandro Magno, por ejemplo, pero cuando se quiso
atribuir un culto semejante al de un dios, proskynesis, siendo un hombre normal, sus
soldados lo comenzaron a aborrecer. Por soberbia mató en una fiesta a Clito, su mejor
amigo, porque le mostró su indignación por su carácter despótico. Este asesinato jamás se
lo pudo quitar de su conciencia.
Los engreídos caen mal porque todos los hombres compartimos la misma dignidad humana
y una actitud displicente o despectiva, hiere. El liderazgo se debe ejercer en actitud de
servicio, no de dominio o de altanería. El desprecio es una ofensa que lastima y deja sus
resquemores. Los engreídos no sólo son aborrecidos por los hombres, sino también por
Dios que “resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia” (Sant. 4,6).
La humildad por el contrario, es una virtud que confiere a la persona majestuosidad y
belleza. Este domingo vemos al grupo de los apóstoles que van discutiendo de camino
sobre quién de ellos sería el más importante. Jesús los llam y les dijo: “Si alguno quiere
ser el primero, que sea el último y el servidor de todos” (Mc. 9,35). Acto seguido llamó a
un niño y lo puso como ejemplo, porque “quien no se haga como niño, no podrá entrar en el
reino de los cielos” (Mt. 18,4).
El humilde goza de libertad interior porque no anda tratando de aparentar lo que no es, ni
sufre por tener que gastar más de lo que no tiene. Reconoce sus errores y aprende de ellos,
se libra de la susceptibilidad que roba la paz interior. La humildad nos ayuda a reconocer
los dones recibidos de Dios y de los hombres. Sabe agradecer los favores y servicios
recibidos. Se alegra con los triunfos de los demás y se compadece del que sufre una
desgracia. “El que se ensalza, será humillado, pero quien se humilla, será ensalzado” (Mt.
23,13). ¡Qué hermosa jaculatoria la que nos ensearon nuestras abuelitas: “Jesús manso y
humilde de corazón, haz mi corazn semejante al tuyo”.
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