Fiesta. San Mateo, Apostol y Evangelista (21 de Septiembre)
Dios en bien de la Iglesia ha constituido a unos, apóstoles, a otros,
evangelizadores. Hoy contemplamos la vocación, y a cada uno nos dice el
Seor: “Sígueme”…
En aquel tiempo, vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo,
sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: -«Sígueme.» Él se
levantó y lo siguió. Y, estando en la mesa en casa de Mateo, muchos
publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús
y sus discípulos. Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos:
-«¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y
pecadores?» Jesús lo oyó y dijo: -«No tienen necesidad de médico
los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa
"misericordia quiero y no sacrifi-cios": que no he venido a llamar a
los justos, sino a los pecadores.» En aquel tiempo vio Jesús a un
hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le
dijo: "Sígueme". El se levantó y lo siguió” (Mateo 9,9-13).
1. Jesús llama a los que quiere, hoy a un publicano –tenido por
pecaminoso, ya que recaudaba impuestos a sus compatriotas para
venderlos a los romanos-, Mateo, que se llama también Leví. No hemos de
desanimarnos si nos vemos llenos de miserias, pues ante Dios no podemos
vernos de otra forma, y Él ha venido a buscar a todos, pero quien se
considere justo se está cerrando a la gracia… abrir las puertas al Señor es lo
fundamental. «Lo que a ti te maravilla a mí me parece razonable. —¿Que te
ha ido a buscar Dios en el ejercicio de tu profesión? Así buscó a los
primeros: a Pedro, a Andrés, a Juan y a Santiago, junto a las redes: a
Mateo, sentado en el banco de los recaudadores... Y, ¡asómbrate!, a Pablo,
en su afán de acabar con la semilla de los cristianos» (san Josemaría
Escrivá, Camino 799).
Hoy, una vez más, Jesús, resuena tu “sígueme” con claridad: no te
vayas, no te preocupes, no te quedes ahí, no tengas miedo, ¡sígueme! No
hay nada más esperanzador para un enfermo que escuchar a su médico
explicarle con firme tranquilidad cuál va a ser el camino de la curación,
nada más tranquilizador para una persona que está perdida en medio de un
bosque que encontrar un sendero, nada más acogedor que los brazos de
papá o de mamá para un niño asustado. Todo eso es el sígueme de Jesús.
¿Qué recuerdos tenemos cada uno de nosotros de ese instante, del
momento en el que escuchamos por primera vez esa palabra en lo más
hondo de nuestro ser? ¿No sería precioso sentarnos tranquilamente y
hablar, recordar, rememorar ese momento? Ese es un momento histórico
para cada uno de nosotros, para nuestras vidas y para las personas que
comparten sus vidas con nosotros: son recuerdos que nos deben
emocionar, aunque estén vinculados a momentos críticos de la existencia
(carlo@ya.com).
San Beda el Venerable, comentando la conversión de Mateo, escribe:
«La conversión de un cobrador de impuestos da ejemplo de penitencia y de
indulgencia a otros cobradores de impuestos y pecadores (...). En el primer
instante de su conversión, atrae hacia Él, que es tanto como decir hacia la
salvación, a todo un grupo de pecadores». ¿Quién de nosotros puede decir
que no tiene pecado? Y a pesar de nuestras esclavitudes a él, a pesar de las
grandes injusticias que hayamos cometido en contra de nuestro prójimo, y
de las grandes traiciones a Cristo y a su Iglesia, Él vuelve a pasar junto a
nosotros y nos llama para que vayamos tras sus huellas. El poder de su
Palabra es un poder salvador, que nos llama a la vida, que nos libra de
nuestras tinieblas de maldad y que nos saca a luz, para qué seamos
criaturas nuevas en Cristo. Pero no basta haber recibido los dones de Dios.
El Señor, pasando junto a nosotros nos ha dicho: Sígueme. Y
nosotros, convocados por É, estamos en su presencia para dejarnos,
no sólo instruir, sino transformar por su Palabra poderosa, que nos
perdona, nos santifica y nos va configurando día a día, hasta que
lleguemos a ser hombres perfectos, y alcancemos nuestra plenitud
en Cristo Jesús. Y Él nos sienta a su mesa, a nosotros, pecadores
amados por Él; amados hasta el extremo de tal forma que se
entregó por nosotros, para santificarnos, pues nos quiere
totalmente renovados para poder presentarnos justos y santos ante
su Padre Dios. Dejémonos amar por el Señor, y permitámosle llevar
a cabo en nosotros su obra salvadora.
Así respondieron los apóstoles a su vocación, con entusiasmo,
recordando incluso como san Juan la hora en que fue llamado: “hora autem
erat quasi decima: Eran entonces alrededor de las cuatro”. Se
comprometieron en la empresa divina: "¡Comprometido! ¡Cómo me gusta
esta palabra! -Los hijos de Dios nos obligamos -libremente- a vivir
dedicados al Señor, con el empeño de que El domine, de modo soberano y
completo nuestras vidas" (San Josemaría, Forja 855).
Como hemos repasado, el combustible para el fuego es el amor:
"¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. / -Enamórate, y no
"le" dejarás" ( Camino , n.999). "Agradece al Señor la continua delicadeza,
paternal y maternal, con que te trata. / Tú, que siempre soñaste con
grandes aventuras, te has comprometido en una empresa estupenda..., que
te lleva a la santidad. / Insisto: agradéceselo a Dios, con una vida de
apostolado" ( Surco , n.184).
La correspondencia es docilidad a la labor del Paráclito en nuestras
almas. "Descubrir esta llamada, esta vocación, es caer en la cuenta de que
Cristo tiene fijos los ojos en ti y que te invita con la mirada a la entrega
total en el amor. Ante esa mirada, ante ese amor suyo, el corazón abre las
puertas de par en par y es capaz de decirle que sí" (Juan Pablo II en
Asunción, Paraguay, 18.5.1988). "La búsqueda y el descubrimiento de la
voluntad de Dios para vosotros es una experiencia profunda y fascinante… A
fin de cuentas, toda vocación, todo camino al que Cristo nos llama, lleva a
la realización y a la felicidad, pues conduce a Dios, a compartir la misma
vida divina" (en Manila, 13.1.1995). Compartir la vida de Jesús, su misión:
"Recuerdo con profunda emoción el encuentro que tuvo lugar en Nagasaki
entre un misionero que acababa de llegar y un grupo de personas que, una
vez convencidas de que era un sacerdote catlico, le dijeron: ‘Hemos estado
esperándote durante siglos’" (en Nagasaki, 25.2.1981).
Es la fascinante misión de ser instrumentos de Jesús para la
redención, la felicidad temporal y eterna: "Ha llegado para nosotros un día
de salvación, de eternidad. Una vez más se oyen esos silbidos del Pastor
Divino, esas palabras cariñosas, 'vocavi te nomine tuo' -te he llamado por
tu nombre. / Como nuestra Madre, El nos invita por el nombre. Más: por el
apelativo cariñoso, familiar. -Allá, en la intimidad del alma, llama, y hay que
contestar: 'ecce ego, quia vocasti me' -aquí estoy, porque me has llamado,
decidido a que esta vez no pase el tiempo como el agua sobre los cantos
rodados, sin dejar rastro" ( Forja , n.7).
La Virgen nos concederá esas gracias, que el Señor ya ha previsto
que nos lleguen por las delicadas manos cariñosas de nuestra Madre. Ella
nos hace ver que ninguna dificultad es insuperable: porque tengo vocación,
superaré ese obstáculo: Dios, que ha empezado en nosotros la obra de la
santificación, la llevará a cabo (cfr. Fil. 1,6). Ella fomentará nuestro afán de
santidad personal, dando gracias a Dios por su libre y amorosa elección,
para la unión con Jesús (estar con Él) y como fundamento de toda eficacia
apostlica (la misin). Ella nos enseará a pronunciar su “fiat”, ella nos
indica el camino: “Haced lo que él os diga...” y nos ayuda a cumplir y
responder a la misión –“Ego redemi te et vocavit te nomine tuo: meus es
tu!”- con fidelidad se ser de Dios, a escucharle en la suave brisa de la
oración (cf 1 Rey 19,12). Santa María, virgo fidelis , la criatura que mejor ha
correspondido a la vocación: sub tuum praesidium confugimus , bajo tu
amparo nos acogemos.
2. La iglesia es el gran proyecto que Dios tiene en su mente, antes,
incluso de la creación del mundo: que todos lleguemos hacer uno en Cristo.
Cristo une a todos los hombres en uno solo pueblo, llamados a vivir la
unidad en el cuerpo de Cristo, compatible con la variedad de dones y tareas
que Cristo otorga a cada uno para que desde su sitio en la Iglesia y en el
mundo colabore en el desarrollo del Cuerpo. Esta unidad –un solo Cuerpo,
un solo Espíritu se fundamenta en que hay un solo Dios, un solo Señor, una
sola fe, un solo bautismo. “El Espíritu Santo, que habita en los creyentes y
llena y gobierna a toda la Iglesia, realiza esa admirable reunión de los
fieles, y tan estrechamente une a todos en Cristo, que es el Principio de la
unidad de la Iglesia” (Conc. Vat. II ).
La Iglesia no es una mera comunidad de fe, que peregrina por este
mundo, pues en las comunidades se dan muchas tensiones, que han roto la
unidad. La Iglesia va más allá de esas comunidades. La Iglesia es la
Esposa de Cristo, que se hace una con Él y que se convierte en signo
verdadero de su presencia, llena de humildad, de mansedumbre, de
paciencia y capaz de soportar a todos por amor. Ninguno puede
llenarse de orgullo y pensar que ha agotado en sí mismo la
presencia de Cristo. Nuestro Dios y Padre a cada uno de nosotros
nos ha concedido la gracia a la medida de los dones de Cristo. Y
conservando la unidad en un solo Espíritu, todos, transformados en
Cristo, debemos ponernos al servicio de la unidad en la fe y en el
conocimiento del Hijo de Dios .
3. El salmo es hoy un canto poético al sol y a su irradiación sobre la
faz de la tierra, que se une a los que hay en Oriente Próximo (himno a Atón
por ejemplo). Pero la Biblia nos dice en cambio que el sol no es un dios,
sino una criatura al servicio del único Dios y creador. Basta recordar las
palabras del Génesis: "Dijo Dios: haya luceros en el firmamento celeste,
para apartar el día de la noche, y valgan de señales para solemnidades,
días y años; (...) Hizo Dios los dos luceros mayores; el lucero grande para
el dominio del día, y el lucero pequeño para el dominio de la noche (...) y
vio Dios que estaba bien" (Gn 1,14.16.18). Y los cielos "proclaman",
"pregonan" las maravillas de la obra divina. También el día y la noche son
representados como mensajeros que transmiten la gran noticia de la
creación: testimonio silencioso, pero que se escucha con fuerza, como una
voz que recorre todo el cosmos. Con la mirada interior del alma, con la
intuición religiosa que no se pierde en la superficialidad, el hombre y la
mujer pueden descubrir que el mundo no es mudo, sino que habla del
Creador. Como dice el antiguo sabio, "de la grandeza y hermosura de las
criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13, 5).
También san Pablo recuerda a los Romanos que "desde la creación del
mundo, lo invisible de Dios se deja ver a la inteligencia a través de sus
obras" (Rm 1, 20).
San Juan Crisóstomo afirma: "El silencio de los cielos es una voz más
resonante que la de una trompeta: esta voz pregona a nuestros ojos, y no a
nuestros oídos, la grandeza de Aquel que los ha creado". Y san Atanasio: "El
firmamento, con su grandeza, su belleza y su orden, es un admirable
predicador de su Artífice, cuya elocuencia llena el universo"”.
Todo se hizo por aquel que es la Palabra externa del Padre, y
sin Él no se hizo nada. Así, todo lo creado es una expresión de Dios
entre nosotros. Sin que las cosas pronuncien palabra alguna, a su
modo nos hablan de Aquel que las ha creado. La persona humana,
en sí, debería ser el mejor de los lenguajes de Dios entre nosotros,
pues el Señor nos creó a su imagen y semejanza. Llegada la plenitud
de los tiempos, Dios nos envió a su propio Hijo, el cual mediante sus
palabras, sus obras, sus actitudes y su vida misma es para nosotros
la suprema revelación del Padre. Y del costado abierto de Jesús,
dormido en la cruz, nació la iglesia. Mediante Ella resuena por toda
la tierra la Palabra en nos hace conocer a Dios y experimentar su
amor, hasta el último rincón de la tierra .
Llucià Pou Sabaté