XXVI DOMINGO DE TIEMPO ORDINARIO B
(Números 11:25-29; Santiago 5:1-4; Marcos 9:38-43.45.47-48)
Tal vez el reverendo Billy Graham es el predicador más famoso en el mundo. Ha
hecho sus “cruzadas” a través de la tierra por seis décadas. Ha ganado la
admiración tanto de los presidentes como del pueblo. Cuando predica, siempre se
ve en traje y corbata, nunca en alba y estola. Eso es, algo diferente para nosotros
católicos. Los discípulos vienen a Jesús cuando ven a un hombre como el
reverendo Graham haciendo su ministerio en tal estilo inesperado.
Les parece raro a los discípulos a ver a un hombre desconocido expulsando a
demonios en el nombre de Jesús. En su manera de ver no tiene derecho hacerlo
porque no los ha acompañado. Quizás es como nosotros sentimos cuando una
pariente que era católico pero ya acude a una iglesia evangélica habla de Jesús en
nuestra casa. Pensáramos: “¿No tiene vergüenza esta mujer?”
“Por favor – queremos decirle – que cambiemos el tema”. No estamos seguros que
le deberíamos haber permitido pasar por la puerta y mucho menos queremos que
desparrame su doctrina ante nuestros hijos. Asimismo los discípulos prohíben al
hombre echar a los espíritus inmundos. Es posible que los discípulos sospechen
que el hombre ocupe el nombre de Jesús como el príncipe de los demonios. Pues
en el principio del evangelio los escribas acusan a Jesús de expulsar a demonios
porque creen que él sea poseído por Belcebús.
Pero Jesús no ve ninguna dificultad. Sabe que la persona que actúe en su nombre
no va a hablar mal de él. Igualmente no es probable que vamos a escuchar a
nuestra pariente hablar mal de Jesús. A lo mejor ella sólo exclamará que dichosa
es por conocer al Señor. Sin embargo, esto no significa que no tenga críticas
fuertes de nuestra fe católica. ¿Cómo vamos a responder cuando nos critica por
“adorar a María” o por confesar nuestros pecados a otro hombre?
Es necesario que nos eduquemos no sólo para contestar bien a los interrogantes
sino también para purificar nuestra práctica de la fe. Nosotros católicos no
adoramos a María sino la veneramos porque vivió el discipulado de Jesús
íntimamente. Ella continuamente meditaba sobre la palabra de Dios y la ponía en
práctica. Le rezamos a ella como pediríamos a una santa amiga viva a interceder al
Altísimo Dios por nosotros. Sí, es la verdad que algunos rezan a María como si
fuera una diosita capaz de dispensar las gracias. Sin embargo, esta práctica
muchas veces es comprensible dado a la extrema angustia que a menudo la gente
experimenta.
La práctica de confesar a un sacerdote se ha desarrollado a través de los siglos.
Nadie duda que Jesús les otorgó el poder de perdonar pecados a sus apóstoles.
Siendo los sucesores, los obispos han ordenado a sacerdotes para ayudarles con
este ministerio hoy día. Hay otra razón para confesar los pecados a un sacerdote.
Cuando pecamos, no sólo ofendemos a Dios y a la persona a quien hicimos mal sino
también a toda la Iglesia. Pues la Iglesia tiene una misión de proclamar el Reino en
el mundo y nuestros pecados impiden esta empresa. Es como en las campañas
políticas si los familiares del candidato se comportan mal, le perjudica la posibilidad
de ser elegido. El sacerdote representa a la comunidad cristiana también dándole
al penitente el perdón por todos.
En los albores de la fiesta de san Francisco de Asís nos conviene recordar este
hombre que vivió el discipulado de Jesús. Él siempre desparramaba su doctrina de
paz y bien. Fue casi imposible de ofender porque tuvo una relación íntima con el
Señor. Por eso lo veneramos no sólo como el patrón de perritos y gatitos sino
también como símbolo de la reconciliación entre todas religiones y pueblos. Sí,
veneramos a san Francisco como símbolo de la reconciliación.
Padre Carmelo Mele, O.P.