Tiempo y Eternidad
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José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
Mejor el divorcio que convivir
El evangelio nos introduce en un tema de lastimosa actualidad: el divorcio. Es un hecho que
desde la parte jurídica el divorcio está reconocido universalmente, por lo tanto se ha
convertido ya en un derecho. La legislación, no obstante, no cambiará jamás el deseo
natural de formar una familia estable en la cual podamos amar y sentirnos amados. ¿Por
qué? Porque el amor exige estabilidad, no aventura; el amor va construyendo una historia,
no una ocasión. El amor te hace parte del otro y por eso duele. ¡Cuánta razón tenía Jesús al
decir que los esposos vienen a ser como una sola carne! (Mc. 10, 8) Cuando se ama la
indiferencia no existe.
Los efectos del divorcio son bastante conocidos: las mujeres se ven obligadas a cargar con
el sustento de la casa en un ambiente de soledad, mientras que los hombres se buscan otra
mujer pues no son capaces de vivir solos. Los hijos sufren el trauma de la separación y
comienzan las disputas ante los tribunales por la distribución de los bienes. Aquí los
abogados son los que salen ganando. Finalmente, una grandísima pena en el alma.
También es verdad que la convivencia se puede viciar tanto, que la separación aparece
como el mal menor.
¿Cuál es la actitud correcta? La de promover la fidelidad matrimonial y la familia como el
ámbito propicio en la cual nos humanizamos, pues la presencia del padre y de la madre se
complementan. Segundo, no resignarnos ante los ataques que sufre la familia a través de los
programas de televisión, debates o la de querer equipararla con las uniones homosexuales o
estructuras nucleares. El libertinaje y el adulterio atentan mortalmente contra la vida de la
familia.
Lo peor del caso es que las nuevas generaciones están instaurando una corriente anti-
matrimonio. Ellos no quieren correr el riesgo del divorcio y caen en algo peor, el de
convivir. Los primeros, por lo menos, intentaron forjar una familia por la cual habrán
luchado y gozado, pues cada quien elige libremente a su pareja, pero estos últimos se
quedan solos, sin nada. Sin nada, porque lo primero que se evita son los hijos como si
fueran una amenaza. La convivencia se establece frágil, insegura e infecunda. Ambos saben
que en cualquier momento todo se puede venir abajo como un castillo de naipes. Antes de
que se siga implantando esta opción de vida, reaccionemos y volvamos a creer en el valor
del matrimonio. ¡Vale la pena! Como sacerdote lo compruebo cada día cuando contemplo
a parejas de treinta o cuarenta años de casados felices, dichosos, acompañándose,
cuidándose mutuamente y con gestos de cariño cargados de ternura. Es necesario reafirmar
la capacidad innata del ser humano para el matrimonio”.
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