XXVII Domingo del Tiempo Ordinario
Acoger el Reino de Dios
El evangelio de Marcos sitúa en el contexto de la enseñanza de Jesús sobre el Reino
de Dios las cuestiones del divorcio y del adulterio para confirmar la grandeza divina
de la unión del hombre y de la mujer en la vida matrimonial. Después pone a los
niños como prototipo en el ámbito del Reino.
La concepción bíblica del matrimonio parte de los textos de este domingo (Gn 2,18-
24 y Mc 10,2-16). En la Iglesia el matrimonio se considera como la “íntima
comunidad de vida y de amor conyugal” (Gaudium et Spes, 48) y su fundamento
bíblico es la afirmación de Jesús en Mc 10,6-8: “al principio de la creación Dios los
creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a
su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola
carne.” Este texto evangélico combina citas del Antiguo Testamento (Gn 1,27 y Gn
2,24) que forman parte de los dos diferentes relatos míticos de la creación. El
primero, de la tradición sacerdotal, habla de un nivel biológico en un contexto de
procreación, donde el ser humano, hombre y mujer, creado a imagen y semejanza
de Dios, constituye el culmen de todo lo creado. Según la interpretación de Jesús
Dios crea en la pareja humana formada por el hombre y la mujer, una diferencia
biológica, no a uno primero y a la otra después, sino a los dos, como imagen y
semejanza de Dios, con la dignidad propia de toda persona y la igualdad en la
singularidad de cada uno de los seres humanos, porque ambos pertenecen a la
misma especie humana y son criaturas de Dios. El segundo relato de la creación,
cuya formación se remonta a la tradición yahvista del origen del Pentateuco,
subraya el carácter divino de la creación en un contexto de institución matrimonial,
donde hombre y mujer, con autonomía y libertad constituyen una realidad humana
nueva en virtud de su amor conyugal.
Esta realidad de cada uno de los miembros de la pareja humana, hombre y mujer,
es obra directa y singular de Dios, que los ha creado en condiciones de igualdad y
dignidad, tal como resaltan los distintos aspectos literarios de la narración,
especialmente la concentración en la creación de la pareja humana, exquisitamente
cuidada desde el principio hasta el final. Esta igualdad se refleja sobre todo en la
semejanza existente en la lengua hebrea entre los nombres otorgados al “hombre”
y a la “mujer”, y por ser aquella una lengua que se escribe sólo con consonantes
sería equiparable a la correspondencia que en castellano puede haber entre
“hombre” y “hembra”. Asimismo la aparición del lenguaje en el ser humano, según
la Biblia, acontece por primera vez sólo cuando esa pareja heterosexual se
reconoce mutuamente en su igualdad y en su dignidad, en su diferencia y en su
mutua complementariedad.
En el Evangelio de este domingo Jesús se remite a ese orden primigenio de la
creación en el plan de Dios, y no a la ley de Moisés, permisiva con el divorcio en
virtud de la obstinación y terquedad del pueblo de Israel. Jesús recupera así el ideal
y los máximos éticos para la vida matrimonial. Además, ante la cuestión del
divorcio Jesús responde con el valor de la indisolubilidad del matrimonio,
sosteniendo la fidelidad al proyecto de Dios, defendiendo a la mujer desamparada
ante la frecuente arbitrariedad del marido que la podía despedir por cualquier
motivo y podía abandonarla y dejarla en condiciones muy precarias de vida. En
estos versículos bíblicos (Gn 2,24; Mc 10,7-8) se indica la orientación básica del
matrimonio y están presentes las notas esenciales del matrimonio: autonomía,
integración de la sexualidad en la vida personal, la comunión en la entrega amorosa
y recíproca del hombre y de la mujer y la fidelidad mutua entre ambos.
Al final del evangelio de hoy Jesús habla de la entrada en el Reino de Dios y
proclama que el Reino pertenece a los niños. Para entrar en el Reino hay que ser
como niños. De ellos, dice Jesús, y además subraya que de los que son tales, es
decir, como ellos, como los niños, es el Reino de Dios. Entre las características
propias de los niños podemos fijarnos en su pequeñez, su fragilidad, su
dependencia de los adultos, su inocencia y su alegría. Todos estos elementos hacen
de los niños, en cuanto tales, personas confiadas en los adultos, acogedoras de
todo lo que se les da y sencillos en la relación con los demás. Pero de todo ello
Jesús destaca en este dicho su capacidad de acogida, es decir, la virtud de su
receptividad confiada, de modo que para entrar en el Reino Dios lo primero que
hace falta es acoger el Reino.
El anuncio del Reino de Dios es el mensaje fundamental de Jesús en los evangelios.
En los primeros textos de Marcos sobre el Reino (Mc 1,14-15) aparecía éste como
un don imparable de parte de Dios, como una realidad viva y dinámica, que nada ni
nadie puede detener. Su definitiva proximidad era una propuesta abierta y
universal para que la humanidad participe en la salvación que Dios le ofrece. Pero
el evangelio no dice ni qué es el Reino, ni dónde está, ni en qué consiste. Sin
embargo, sí afirma cómo se entra en su dinamismo. Para entrar en el Reino de
Dios, además de cortar radicalmente con todo lo que escandaliza, hace falta sobre
todo la actitud de la acogida. El Reino de Dios es una expresión metafórica, cargada
de fuerza y de sentido para la vida humana. Es la metáfora escogida por Jesús para
evocar, describir e imaginar la relación nueva que el Dios del amor quiere
establecer y establece con los seres humanos. Es el amor de Dios que quiere reinar
en cada persona para llevarlo a la salvación. Ese amor fue anunciado como algo
cercano en las obras y palabras de Jesús, pero ha llegado ya y se ha realizado con
potencia en la muerte y resurrección de Jesús. Por eso Jesús, crucificado y
resucitado, es el Reino y el Reinado de Dios en persona. El Reino de Dios no lo
inventamos nosotros ni lo construimos, sino que nos es dado como un don y una
gracia, que como niños podemos acoger. El reinado de Dios ha sido consumado
hasta la perfección por la obra maravillosa de su amor, no ya como metáfora sino
como realidad histórica, visible y palpable en aquel a quien miramos, en Jesús, el
que vivió su pasión hasta la muerte y como pionero de la salvación para
conducirnos a Dios (Heb 2,9-11).
Es preciso acoger el Reino para entrar en él. Y acoger es algo más que recibir.
Acoger es apreciar lo que se recibe, valorarlo como un tesoro, disfrutarlo como un
regalo y entusiasmarse con su encanto. Eso es lo que hay que hacer con el Reino
de Dios, que se nos ha dado en la persona de Jesús.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura