Dios da la ventura a quien la procura
Domingo 30 ordinario 2012 B
El Evangelio de Marcos me tiene cautivado en su sencillez y en su candor. Hoy nos
presenta uno de los detalles ocurridos a Cristo ya en las últimas cuando se dirigía
hacia Jerusalén, donde encontraría la muerte. Está saliendo de Jericó, una ciudad
privilegiada, distinguida con un clima excepcional, y con una vegetación
exuberante. Y ahí a la salida, al borde del camino, rodeado de mucha gente, va
Jesús, quizá con la preocupación de lo que le ocurriría en la fría y despiadada
Jerusalén. Ahí precisamente se encontraba un ciego, Bartimeo, al borde del camino,
pidiendo limosna para sobrevivir. La expectación por la llegada de Jesús llegó hasta
el ciego. No veía, pero sí oía la algarabía que se formaba en torno al Maestro. Y
aquél hombre sintió que era la oportunidad de su vida y se puso a gritar
desaforadamente, con todas sus fuerzas, gritándole a Jesús su nombre y su
apellido: “Jesús, Hijo de David, ten compasin de mí”. Aquí debemos aludir a la
triste, tristísima condición humana, pues los que iban con Cristo, quizá los mismos
discípulos, ¡Que vergüenza!, quisieron callar al ciego, a lo mejor porque lo
distraería y ellos querían un milagro, o una curación o un consuelo, olvidados de la
necesidad ajena. Así somos los humanos, nos pensamos que nuestra necesidad es
única, que nuestro problema es el que tiene que ser atendido y que los demás
pueden esperar. Lo vemos en cualquier fila que se forma. Quisiéramos ser los
primeros y hacemos lo posible por conseguirlo.
Pero el ciego sabía ante quién estaba, y redobló sus gritos, aun exponiéndose a que
lo patearan, pues así de aguerridos eran los que rodeaban a Cristo. Y de tal manera
se oían los gritos, que Cristo “mand” que lo llevaran a su presencia. ¡qué extraos
somos los hombres. Los que antes gritaban y pateaban al ciego, ahora quisieron
tomarlo y llevarlo a su presencia. Pero ocurrió algo sumamente simpático. No sé
por qué en este momento pienso en el Chapulín Colorado, porque aquél, hombre,
arrojando su manto que de servía de protección, de cobija, de almohada, de un
salto se puso en pie y se colocó delante de Cristo. No tenía la vista pero sus piernas
y su cabeza estaban prestas para situarse ante quien sería su protección y su
ayuda. Y ya frente a Cristo, éste tomó la iniciativa y le preguntó qué deseaba. ¿Se
pueden imaginar con qué ardor le diría aquél hombre a Cristo que lo único que
deseaba era ser curado y poder ver por primera vez en su vida? Y correspondiendo
a su fe, Cristo le concedió la vista y el hombre que sintió un fuerte calor en sus
ojos, al instante recobró la vista y pudo alabar al Señor y decidido emprendió el
camino con Cristo dejando la comodidad y el clima benéfico de Jericó para subir con
Cristo hasta el monte calvario.
¿El mensaje? ya mis lectores habrán hecho su propia consideración. Necesitamos la
fe grande y sincera del ciego y su generosidad para seguir a Jesús, gritando como
lo hace el recién nacido aunque rápidamente traten todos de callarle y como lo hace
el que sabe que está ante su Salvador y Redentor, retomando al profeta Jeremías:
“canten de alegría por Jacob, regocíjense por el mejor de los pueblos, proclamen,
alaben y digan: El Seor ha salvado a su pueblo…yo los congrego desde los
confines de la tierra, entre ellos vienen el ciego y el cojo…vienen llorando, pero yo
los consolaré y los guiaré a torrentes de agua por un camino llano en el que no
tropezarán”.
Que así pase con nosotros, y que guidos por Cristo, con nueva luz en nuestros ojos,
seamos nosotros los que lejos de oponerse al encuentro con Cristo, podamos ser
guías de nuestros propios hermanos, rumbo a la casa del único Dios, el
Dios de Jesucristo el Salvador.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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