Comentario al evangelio del Domingo 07 de Octubre del 2012
Que no lo separe el hombre
1. Hueso de mis huesos y carne de mi carne
La Palabra de Dios plantea hoy la espinosa cuestión
de la legitimidad del divorcio, sometida a amplio debate, incluso dentro de la Iglesia. Ya suscita
reparos el relato al que recurre Jesús para recordar el designio originario de Dios sobre el matrimonio,
pues se ve ahí una forma de “patriarcalismo”, que somete a la mujer a la dependencia del varón. En
realidad, en esta acusación puede verse la extendida tendencia a proyectar sobre los textos bíblicos
nuestros relativos esquemas culturales, muchos de los cuales son modas de última hora, más que
posiciones probadas. En todo caso, si en este texto hay algo de “patriarcalismo” por el detalle
metafórico y poético de la costilla del varón, hay que decir que ese patriarcalismo queda anulado por el
texto que lo precede inmediatamente (Gn 1,27) en el que se habla de la creación simultánea del varón y
la mujer a imagen de Dios. Las proyecciones ideológicas sobre los textos tienen el vicio de subrayar lo
que se quiere e ignorar lo que contradice la propia tesis, para hacerles decir, al final, lo que no dicen.
Ante la Palabra hay que evitar proyecciones y adoptar una actitud de escucha, si queremos oír lo que
Dios quiere decirnos, más allá de posibles condicionamientos culturales, que también pueden darse.
Pero es que, además, el texto de hoy esquiva el pretendido patriarcalismo cuando el varón exclama su
admiración ante la mujer y se reconoce en ella: «¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi
carne!», a diferencia de lo que le ocurrió con todo el resto de los seres vivos, entre los que “no
encontró a ninguno como él que lo ayudase” (Gn 2, 20); ahora encuentra no una sierva, sino una
compañera con la que remediar su soledad y “formar una sola carne”. Encontramos aquí una
afirmación muy clara de la igualdad entre el hombre y la mujer: una igualdad no meramente física,
pues las diferencias entre ellos eran bien patentes (“estaban desnudos”), sino en dignidad personal. Esa
igualdad no puede no reflejarse en el género de unión al que están llamados el varón y la mujer: ser
“una sola carne” es una forma muy expresiva de afirmar una relación que abarca todas las dimensiones
de la relación humana, desde la física, pasando por la económica y la psicológica, hasta la espiritual.
Ser “una sola carne” no significa “ser lo mismo”, fundirse en una unidad en la que cada uno pierde su
rostro personal (algo contradictorio con la propia condición personal del ser humano, imagen de Dios),
sino establecer libremente y entre iguales una relación de amor que, como la carne, no puede separase
sin dejar heridas profundas que afectan el sentido de la existencia.
2. La pregunta de los fariseos
Jesús apela a esta realidad originaria ante la pregunta de los fariseos, que representan a una cultura
partidaria del divorcio y, al menos en esto, parecida a la nuestra. En esta ocasión el condicionamiento
cultural no puede exhibirse para atenuar la respuesta de Jesús. Los fariseos plantean la pregunta “para
ponerlo a prueba”, para ver si Jesús, que se presenta como un nuevo Moisés y su verdadero intérprete,
es capaz de oponerse en esto a una prescripción dada por éste y que no va en la línea habitual del
rigorismo fariseo, sino, al contrario, parece jugar a favor de la debilidad humana. Esta prescripción, por
otro lado, sí que refleja, sin proyecciones, una situación de clara desventaja e injusticia hacia la mujer,
sujeto único del repudio. Si los fariseos, abiertamente divorcistas, plantean la pregunta, es porque
también para ellos la cuestión no está tan pacíficamente asumida y ven en ella algo que no va.
Escuchar la opinión de un Rabí tan prestigioso como Jesús, además de ocasión para pillarlo, debía ser
para ellos de alto interés.
La respuesta de Jesús, que empieza remitiéndose a la ley mosaica, parece hacerse cargo de la dificultad
entrañada en el problema, pero remite más allá de Moisés al absoluto de Dios y a su proyecto
originario. Al hacerlo, restablece la plena igualdad de varón y mujer, la relación basada no en la mera
ley, sino en el amor con el que Dios mismo une hasta hacer una sola carne. Jesús restablece el ideal de
un amor más fuerte que la muerte, que, como un fuego al que no pueden apagar las grandes aguas, no
se puede comprar con todos los bienes de la propia casa (cf. Cant. 8, 6-7). El verdadero amor tiene
vocación de eternidad, es incondicional y fiel, “no pasa nunca” (1 Cor 13, 8). Y es que el amor, más
que un mandamiento o una “norma” moral más, es la vida misma de Dios actuando en nosotros pues
se ha hecho accesible en Jesucristo.
Ahora bien, ¿es este ideal (con el que no parece posible no estar de acuerdo) algo real y posible en la
práctica? No sabemos la reacción de los fariseos ante la respuesta de Jesús, pero algo sabemos de la de
sus propios discípulos.
3. Los discípulos insisten
Si los discípulos volvieron a preguntar sobre lo mismo, es que no quedaron convencidos con la
respuesta. La cuestión suscita polémica no sólo entre los ajenos a Jesús, sino también entre los suyos.
También hoy los seguidores de Cristo encontramos dificultades para aceptar determinados aspectos de
su mensaje. Lo llamativo es que en la respuesta a sus discípulos, ya en casa, en la privacidad del
círculo de los allegados, Jesús da una respuesta, si cabe, más tajante y cortante, afirmando con fuerza el
vínculo matrimonial y la maldad entrañada en su ruptura. ¿No se comporta aquí Jesús con ese
rigorismo del que frecuentemente acusa a los fariseos? ¿No cae la Iglesia católica en un rigorismo
parecido al mantener inamovible la doctrina sobre la indisolubilidad del sacramento matrimonial?
Ante estas dificultades es bueno que nos pongamos humilde y confiadamente a la escucha de la
Palabra. Tal vez así no resolveremos todos los problemas y casos particulares, pero al menos podremos
encontrar la luz que los ilumina y permite verlos en un prisma nuevo. Tal vez así, además,
descubriremos posibilidades nuevas y reales que, con una mirada “de tejas abajo”, permanecen
escondidas para nosotros.
Atendamos a un detalle que abre el texto evangélico de hoy y que, desgraciadamente, la liturgia no
recoge: “Se fue a la región de Judea, al otro lado del Jordán. Allí la gente se acercó a él, como
acostumbraba, y les enseñaba” (Mc 10, 1). Nos encontramos en un contexto bautismal (el Jordán) y de
proclamación evangélica. Mateo (cf. Mt 19, 2) en el pasaje paralelo dice también que los curaba. El
contexto, claramente salvífico, habla de la nueva creación y, por tanto, de la restauración del hombre
herido por el pecado gracias a la acción benéfica y curativa (palabra y agua bautismal) de Jesús. Jesús
plantea un ideal que es el designio original de Dios sobre los seres humanos y que es de nuevo posible
gracias a la salvación que él ha traído a la tierra.
4. Los niños y los que son como niños
El pasaje siguiente que cierra el evangelio de hoy debe entenderse en relación estrecha con la pregunta
sobre el divorcio. El bautismo y la Palabra restituyen la dignidad originaria con que fuimos creados (la
imagen de Dios en nosotros) y nos eleva todavía más al hacernos hijos de Dios en el Hijo. El Reino de
Dios es de los que son como niños. Renacido por el agua y la Palabra, el cristiano debe vivir en una
confianza total en Dios y en su amor incondicional. La experiencia primigenia del niño es la de la
confianza plena en sus padres, que son percibidos por él como Providencia benéfica, de la que depende
por completo su posibilidad de vivir. Y ésta ha de ser la experiencia del creyente en el Dios Padre de
Jesucristo.
Pero es que, además, Jesús se enfada con los que regañan e impiden acercarse a los niños de verdad, a
los que acoge, abraza y bendice. No se puede separar la cuestión del matrimonio y del amor entre el
varón y la mujer del fruto que bendice, redime y embellece ese amor: los hijos que nacen de esa
relación. El amor humano en su forma más esencial y típica, el amor matrimonial, es un amor fecundo
y, por tanto, responsable. El verdadero amor no puede hacer caso omiso de esta dimensión
fundamental.
Por eso, ante las múltiples dificultades con que se enfrenta el proyecto de amor incondicional e
indisoluble que es el matrimonio, antes que declarar la imposibilidad del ideal y de sucumbir a los
múltiples equívocos con que nuestro tiempo (el sexo como diversión pasajera, no como expresión de
donación personal, los hijos como una pesada carga y un límite de nuestra independencia, en vez de
cómo una bendición de Dios, etc.) rodea a esta realidad sagrada y querida por Dios, deberíamos
armarnos interiormente para poder afrontar con éxito un proyecto de vida tan importante, tan difícil y
exigente. Armarnos en la escucha de la Palabra, tomándonos en serio el bautismo que nos ha
regenerado, y acercándonos a Jesús a que nos cure y nos instruya… Y, también, tomándonos en serio las
relaciones con los demás (pues amar es tomarse en serio a los otros). En la relación entre el varón y la
mujer esto significa, entre otras cosas, no quemar etapas antes de tiempo, respetar el periodo de
conocimiento mutuo, que tiene que ser lo suficientemente prolongado para poder comprobar las
posibilidades reales de una vida en común (de llegar a ser “una sola carne”); también (por mucho que
nuestros tiempos consideren esto algo irreal) reservar la intimidad sexual al compromiso matrimonial
ya adquirido de manera explícita. Pues, de otra manera, adelantándose indebidamente en este aspecto
tan importante y delicado, se dan muchas frustraciones y desilusiones: hacer como si se fuera una sola
carne sin serlo puede producir muchas desgarraduras y cicatrices, que repercuten negativamente en la
propia capacidad de amar. Finalmente, el amor madura cuando mira más allá de sí mismo y se entrega
a los demás. La mutua entrega de los esposos se prolonga y se redime en la entrega a los propios hijos,
ante los que el padre y la madre hacen de providencia benéfica (y si lo que debe ser benéfico se
convierte en maléfico, ¿cómo podrán madurar esos niños en su capacidad de amar en el futuro?) y les
proveen así de una base firme que les permita ser sí mismos.
En conclusión, la respuesta de Jesús a los fariseos y a nosotros mismos, que también le preguntamos
con algo de incredulidad, nos abre el horizonte de un don incondicional que hemos recibido de Dios y
de una responsabilidad para la que, en principio, es verdad que con algo de sufrimiento, nos da los
recursos suficientes. El principal recurso es Él mismo, que se nos ha dado hasta el final y sin reservas,
que ha padecido la muerte para bien de todos.
José María Vegas, cmf