XXVII DOMINGO T. ORDINARIO B
+ Mons. D. Ciriaco Benavente
Mateos
Descubrir la belleza del amor verdadero
Los analistas sociales constatan que en la vieja Europa crece a pasos agigantados
un tipo de hombre al que los sociólogos ya le han puesto mote: el hombre
desvinculado . Es el hombre sin vínculos de religión, de tradición o de elección, cuyo
supremo criterio de comportamiento sería hacer lo que le apetece; sus
compromisos, si así pueden llamarse, estarían supeditados a sus gustos o
intereses.
Preferiría que se equivocaran los sociólogos, pero me temo que no sea así, y que
ello explique la fragilidad con que se rompen vínculos que tendrían que ser tan
hondos como los del matrimonio. ¡Con qué facilidad se pasa hoy del no puedo vivir
sin ti al no puedo vivir contigo ! De los matrimonios que se hacen, parece que andan
por el sesenta y cinco por ciento los que acaban en ruptura.
Creo también que en nuestra sociedad tiene prisa por iniciar a las personas en la
práctica de la sexualidad, de una sexualidad servida en barra libre, pero faltan
espacios par educar en la belleza y la hondura del amor verdadero. Del rigorismo
negativo de épocas puritanas, hemos pasado a la renuncia de cualquier norma que
no exalte el haz lo que quieras y lo que te apetezca.
Viene todo lo anterior a cuenta de lo que escuchamos en el Evangelio de este
domingo: “ Acercándose unos fariseos, le preguntaron a Jesús para ponerlo a
prueba: ¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer? ”. Una cuestión insidiosa, pues
cualquiera que fuese la respuesta de Jesús le pondría contra las cuerdas de la
opinión pública. Se trataba, al parecer, de una cuestión candente, una de esas
cuestiones ante la cual nadie es neutral.
Él les replicó: “¿Qué os ha mandado Moisés?”. Contestaron: “Moisés permitió
escribir el acta de divorcio y repudiarla”. Moisés, según la opinión mayoritaria de los
estudiosos, no habría hecho otra cosa que retomar el uso común en su tiempo, en
que la poligamia y el divorcio eran habituales. A falta de algo mejor, intentó
remediar los caprichos arbitrarios estableciendo un procedimiento con el que limitar
el mal, obligando a cumplir unas formalidades precisas. Ello dio lugar a aplicaciones
e interpretaciones diversas. Según las escuelas de los maestros más rigoristas,
para despedir a la esposa se necesitaba que mediara una falta grave, como el
adulterio. En cambio, las escuelas menos rigoristas incluían otras muchas
posibilidades, como, por ejemplo, que la mujer se dejara quemar la comida o
simplemente que el esposo encontrara otra más atractiva. La mujer, como siempre,
era la perdedora.
Jesús les dijo: “Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto.
Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el
hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola
carne... Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. (La palabra griega
con que el Evangelio expresa la dureza del corazón es “ esclerocardía ”: una
enfermedad del corazón bien extendida, que incapacita para amar al otro).
Una vez más, Jesús no se expresa en términos de moral, de lo prohibido o lo
permitido. Frente a la concepción del amor que nos puede ofrecer un maestro de la
Ley, una artista de cine o una canción, Jesús, apelando al texto del Génesis, nos
llama la atención, recordándonos que Dios tiene una concepción del amor
expresada en la creación.
Nunca acabaremos de comprender la admirable afirmación de los primeros
capítulos de la Biblia : Creó al hombre y a la mujer a imagen y semejanza suya,
hombre y mujer los creó...; y serán los dos una sola carne” . La complementariedad
de los sexos es también voluntad de Dios, inscrita en la naturaleza del hombre y la
mujer.
Al alba de la creación, la revelación de Dios nos muestra que la creación del hombre
y la mujer “a su imagen” tiene como fin un misterio de alianza, ser icono del Dios
que es amor, fuente de unidad y vida para el mundo.
Sólo Dios puede hacer realidad lo que nos parece imposible. El sacramento del
matrimonio es un misterio de gracia, capaz de curar la dureza del corazón del
hombre, su “esclerocardía”, y, así, poder amar como ama Dios. Pero ello necesita
del concurso y la colaboración humana. La indisolubilidad es la tendencia más
profunda de todo amor verdadero. El matrimonio no es indisoluble porque lo diga la
Iglesia, sino porque lo pide y exige el amor. Ello, sin embargo, no nos permite
juzgar o condenar a los matrimonios en dificultades o rotos, y tampoco nos impide
que existan salidas de emergencia para situaciones que son insoportables. Lo que
es más difícil de entender es que, en determinados ámbitos, el fracaso del amor se
nos venda como apuesta de futuro y progreso, mientras se descalifica el amor
duradero como rémora de un pasado tenebroso.
Recuerdo que hace años una profesora de universidad, experta en temas
matrimoniales, manifestaba desde su experiencia que el divorcio puede solucionar
un problema, pero que lo más frecuente es que cree cien. A lo mejor lo realmente
progresista es volver a descubrir la hondura y la belleza del amo verdadero, su
capacidad de entrega, de gratuidad y de perdón.
+Ciriaco Benavente Mateos
Obispo de Albacete