“FE Y MISIÓN”
Carta de monseñor Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas
para el vigésimo octavo domingo durante el año
(14 de octubre de 2012)
Este domingo celebramos la Jornada Mundial de las Misiones. En toda la iglesia rezamos y
reflexionamos especialmente acompañados por el mensaje del Santo Padre que este año se
denomina: “llamados a hacer resplandecer la Palabra de Verdad”.
Recordamos nuevamente que este año tiene la peculiaridad de coincidir con la celebración del 50
aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II, la apertura del año de la Fe y el Sínodo de los
Obispos sobre la Nueva Evangelización, uniendo el gozo del año de la fe y la necesidad de
proclamarla hasta los confines del mundo.
Durante este año especialmente tendremos la oportunidad de poder rezar para que nuestras
comunidades renueven en su vida el don de la fe, reflexionar y evaluar cómo este “Don” de una fe
centralizada en la persona de Jesucristo, nos lleva a evangelizar nuestro tiempo y cultura.
El Papa en su mensaje nos dice: “El afán de predicar a Cristo nos lleva a leer la historia para
escudriñar los problemas, las aspiraciones y las esperanzas de la humanidad, que Cristo debe
curar, purificar y llenar de su presencia. En efecto, su mensaje es siempre actual, se introduce en
el corazón de la historia y es capaz de dar una respuesta a las inquietudes más profundas de cada
ser humano. Por eso la Iglesia debe ser consciente, en todas sus partes, de que “el inmenso
horizonte de la misión de la Iglesia, la complejidad de la situación actual, requieren hoy nuevas
formas para poder comunicar eficazmente la Palabra de Dios” (Benedicto XVI, Exhort.
apostólica postsinodal Verbum Domini, 97). Esto exige, ante todo, una renovada adhesión de fe
personal y comunitaria en el Evangelio de Jesucristo, “en un momento de cambio profundo como
el que la humanidad está viviendo” (Carta apostólica Porta fidei, 8).
En efecto, uno de los obstáculos para el impulso de la evangelización es la crisis de fe, no sólo en
el mundo occidental, sino en la mayoría de la humanidad que, no obstante, tiene hambre y sed de
Dios y debe ser invitada y conducida al pan de vida y al agua viva, como la samaritana que llega
al pozo de Jacob y conversa con Cristo. Como relata el evangelista Juan, la historia de esta mujer
es particularmente significativa (cf. Jn 4,1-30): encuentra a Jesús que le pide de beber, luego le
habla de una agua nueva, capaz de saciar la sed para siempre. La mujer al principio no entiende,
se queda en el nivel material, pero el Señor la guía lentamente a emprender un camino de fe que
la lleva a reconocerlo como el Mesías. A este respecto, dice san Agustín: “después de haber
acogido en el corazón a Cristo Señor, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer [esta mujer] si no
dejar el cántaro y correr a anunciar la buena noticia?” (In Ioannis Ev., 15,30). El encuentro con
Cristo como Persona viva, que colma la sed del corazón, no puede dejar de llevar al deseo de
compartir con otros el gozo de esta presencia y de hacerla conocer, para que todos la puedan
experimentar. Es necesario renovar el entusiasmo de comunicar la fe para promover una nueva
evangelización de las comunidades y de los países de antigua tradición cristiana, que están
perdiendo la referencia de Dios, de forma que se pueda redescubrir la alegría de creer. La
preocupación de evangelizar nunca debe quedar al margen de la actividad eclesial y de la vida
personal del cristiano, sino que ha de caracterizarla de manera destacada, consciente de ser
destinatario y, al mismo tiempo, misionero del Evangelio. El punto central del anuncio sigue
siendo el mismo: el Kerigma de Cristo muerto y resucitado para la salvación del mundo, el
Kerigma del amor de Dios, absoluto y total para cada hombre y para cada mujer, que culmina en
el envío del Hijo eterno y unigénito, el Señor Jesús, quien no rehusó compartir la pobreza de
nuestra naturaleza humana, amándola y rescatándola del pecado y de la muerte mediante el
ofrecimiento de sí mismo en la cruz.
En este designio de amor realizado en Cristo, la fe en Dios es ante todo un don y un misterio que
hemos de acoger en el corazón y en la vida, y del cual debemos estar siempre agradecidos al
Señor. Pero la fe es un don que se nos dado para ser compartido; es un talento recibido para que
dé fruto; es una luz que no debe quedar escondida, sino iluminar toda la casa. Es el don más
importante que se nos ha dado en nuestra existencia y que no podemos guardarnos para nosotros
mismos.”
¡Un saludo cercano y hasta el próximo domingo!
Mons. Juan Rubén Martínez, obispo de Posadas