Comentario al evangelio del Domingo 14 de Octubre del 2012
La verdadera riqueza
Cuentan de un hombre, que era tan pobre, que sólo tenía dinero. Tremenda situación, pues si perdía su
único bien se quedaba sin nada. La crisis mundial que padecemos nos refresca esta sencilla verdad. De
repente nos hemos dado cuenta de lo pobres que somos si fiamos toda nuestra esperanza, todos
nuestros valores, a la volátil economía. La dimensión económica de esta crisis es como la envoltura de
otra más profunda, que afecta a nuestra escala de valores, al sentido de nuestra existencia. Pero esta,
como todas las crisis, es una ocasión para revisarnos en profundidad y poner en cuestión nuestro modo
de vida. “Salir de la crisis” no puede significar sólo estabilizar la economía, sino también y, sobre
todo, rehacer nuestra escala de valores. Hay valores necesarios, que nos ayudan a sobrevivir: los
medios de subsistencia; y hay valores esenciales que nos permiten vivir en sentido pleno, que nos
salvan. Pese al desconcierto existente sobre los verdaderos valores, y la extendida idea de que todos
ellos son relativos, en realidad, descubrir esa escala de valores no es tan difícil, aunque haya obstáculos
que nos cieguen.
De esto habla hoy el evangelio. La pregunta es ¿en qué consiste la verdadera riqueza? ¿Qué bienes
hacen que nuestra vida no se malogre? ¿Qué hemos de hacer para heredar la vida eterna? El joven rico
es, ante todo, un joven, alguien que tiene toda la vida por delante y anda buscando su vocación, es
decir, una vida con sentido, capaz de saciar el deseo de plenitud. Su pregunta es esencial, pues todos
sabemos que nuestra vida se puede malograr. Y ha elegido bien al interlocutor: un Maestro y un
maestro bueno, alguien que sabe, pero que además inspira confianza e irradia bondad. La verdad que
procede de Dios no es un sistema abstracto de ideas, ni un conjunto de obligaciones desnudas, sino una
verdad amable, cordial y amiga. Es una verdad encarnada en la persona de Jesús y, por eso mismo, una
verdad con la que se puede dialogar, plantearle dudas y preguntas, buscar orientación y sentido.
Gracias a la encarnación del Logos de Dios en la humanidad de Jesús, las respuestas que podemos
obtener en diálogo con él no son respuestas estandarizadas, producidas a gran escala para la masa
anónima, sino que tienen el sello personal del que responde (Jesús) pero también del que pregunta (el
joven del evangelio, cada uno de nosotros). Y así ha de ser también el magisterio del cuerpo de Cristo,
de la Iglesia, que tiene que tratar de ser siempre una maestra buena que anuncia la verdad que ha
recibido de Dios; al mismo tiempo, a partir del común depósito de fe, ha de traducir esa verdad a las
múltiples situaciones concretas y variadas en las que seres humanos de carne y hueso le plantean sus
preguntas vitales. Y la bondad de ese magisterio debe reflejarse en el rostro humano y amable de
quienes transmiten la buena noticia del Evangelio: los evangelizadores, sacerdotes, religiosos,
catequistas, seglares, todos y cada uno de los creyentes deberíamos tratar de ser el rostro bondadoso
que traduce la verdad que salva. Ello, como muestra el evangelio de hoy, no está reñido con el carácter
exigente de esa verdad.
Jesús responde dando una primera indicación sobre la fuente y el origen de todo bien: todo lo bueno
que hay en el mundo procede de Dios. No rechaza el título de maestro “bueno”, sino que recuerda que
esa bondad reconocida con justicia en su persona y en su magisterio tiene su fuente en la paternidad de
Dios. Y Dios no está lejos de nosotros. Por eso, acto seguido, le sugiere al joven que, en realidad, él
sabe ya la respuesta: “ya sabes los mandamientos”. Decíamos antes que no es tan difícil rehacer la
escala de valores que está en el fundamento de una vida con sentido, de una vida lograda. Por mucho
que se insista en la relatividad de la verdad y de los valores, al final están las verdades del barquero a
las que se aferran todos, incluyendo al más cínico y al más escéptico. Podremos discutir en teoría todas
las normas, pero nadie quiere que le maten, ni siquiera que le peguen, ni que le pongan los cuernos,
que le roben, le difamen o que le mienten a sus padres… Y en ese “no querer” se esconde el deseo de
ser respetado, reconocido amado… Ahí, en esos mecanismos tan sencillos, se revelan verdades
elementales sobre las que se levanta el edificio de la vida humana y de las relaciones sociales. Y lo que
no queremos para nosotros no debemos hacérselo a los demás (cf. Tb 4, 15; Mt 7, 12). Mirándonos a
nosotros mismos (“ya sabes…”) podemos entender con facilidad qué es lo que debemos hacer (“…los
mandamientos”). Atenerse a ellos ya no será siempre tan fácil, pero ahí está la tarea de cada uno.
Esta respuesta de Jesús es una respuesta de mínimos, que nos indica un primer estadio del camino que
lleva a la vida eterna. Lo primero es no hacer el mal y hacer el bien a los más próximos (padre y
madre, pero podemos añadir, hermanos, hijos, los “nuestros”). Ya lo decían los romanos con su típica
concisión: “Primum, non laedere!”: el primer bien es no hacer mal.
Pero, puesta la base mínima, es normal que nuestro corazón pida más. No estamos llamados sólo a no
hacer esto o lo otro. Aunque evitar el mal es una verdad de Perogrullo (si bien no siempre resulta fácil
en la práctica), una ética y una religión basada sólo en prohibiciones nos resulta árida y estrecha.
Estamos hechos para algo más. Sin embargo, no conviene despreciar este primer estadio. No sólo
porque por debajo del mínimo imprescindible nos hacemos malos y desentonamos de nuestra
humanidad. También porque quien cumple o se esfuerza por cumplir, al menos, ese mínimo, está ya
reconociendo a Dios (la fuente de toda bondad), lo sepa o no; y, lo que es más importante, tratando de
seguir en conciencia eso que “ya sabemos”, Dios nos mira con los ojos de Jesús, nos mira con cariño,
nos ama.
La insistencia del joven rico expresa ese deseo de “algo más”, de no limitarse a un cumplimiento de
mínimos. Si ese nivel ya lo ha cumplido “desde niño”, parece que el joven quiere avanzar hacia una
vida de grandes ideales, no quiere quedarse en una permanente infancia o adolescencia moral y
religiosa, sino que quiere alcanzar la madurez.
Ante tal disposición, Jesús no puede sino invitar a la entrega total de su vida a Dios y a los hermanos.
Es importante indicar que aquí cambia el tono de su respuesta: del imperativo que prohíbe hacer mal, a
la apelación a la libertad que llama a ir más allá del deber, hacia la perfección del amor. Para ello
subraya primero la relatividad de los bienes materiales, que no son un fin sino sólo medios, que son
pasajeros por definición. Ser ricos sólo de esos tesoros, “que la polilla y la herrumbre corroen”,
significa vivir en lo efímero, y por ahí no es posible alcanzar la vida eterna. Jesús invita al joven a
adquirir una riqueza superior, a “amontonar tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que
corroan, ni ladrones que socaven y roben” (Mt 6, 20-21). Los medios materiales son necesarios, pero
se gastan, lo queramos o no. Ahora bien, podemos gastarlos sólo en nosotros mismos, de modo egoísta;
o podemos gastarlos también en los demás, con generosidad, que es, además, una forma superior y
perfecta de justicia.
Hablando de la crisis y de rehacer nuestra escala de valores Jesús nos da una indicación valiosísima.
Para salir de la crisis económica, y de esa otra que nos corroe el alma y nos seca el corazón, tenemos
que mirar a los pobres, a los que carecen de lo más elemental, y compartir con ellos nuestras riquezas.
Realmente, esta es la cosa “que nos falta”, no más bienes materiales, sino mayor generosidad, la
capacidad de mirar más allá de lo nuestro y de los nuestros, para descubrir que en la perspectiva de la
paternidad de Dios, fuente y origen de toda bondad, todos los seres humanos son “nuestros” y, por
ello, “honrar padre y madre” (y al resto de nuestros familiares) significa extender nuestra mirada
superando todo límite, para descubrir en cada ser humano a un hermano nuestro. Estamos en la época
de la globalización, también en lo que hace a la crisis. Una crisis “global” requiere respuestas globales,
sin exclusiones. Superar la crisis significa aprovechar la oportunidad para incluir en los parámetros de
la vida digna a todos los excluidos.
En este sentido, hemos de entender la invitación de Jesús como dirigida a todos, no sólo a los que han
recibido una vocación especial de dejarlo todo. Todos estamos llamados en una u otra medida a dar de
nuestros bienes (materiales y no) a los pobres. Pero, por otro lado, parece que, en el caso del joven
rico, Jesús sí que lo invita al desprendimiento total y a un seguimiento radical. Y es aquí donde
entendemos que este hombre no sólo era joven, sino también rico. Las riquezas pecuniarias, los medios
necesarios, por ser relativos, tienen que someterse a las riquezas que la polilla no corroe. Si no sucede
así, los bienes materiales se apoderan de nuestro corazón, se convierten en un obstáculo y en un
peligro: los medios convertidos en fines nos esclavizan y nos pierden, nos alejan de la vida eterna y nos
encierran en la relatividad de lo efímero. Es lo que Jesús constata con tristeza cuando el joven se
marcha pesaroso (bajo el peso de sus riquezas).
La crisis de nuestro tiempo es en la Iglesia también crisis de vocaciones sacerdotales y religiosas. Tal
vez haya que entender esta crisis, a la luz del evangelio de hoy, como una crisis de generosidad entre
los cristianos. A lo mejor, si rehiciéramos el orden de prioridades y la jerarquía de bienes en nuestro
corazón (el “ordo amoris” de San Agustín) sería posible superar también esta otra crisis.
Todos sentimos de un modo u otro el vértigo de la entrega total. Parece que renunciar en todo o en
parte al bienestar material significa perderse a sí mismo. A eso suena el espanto de los discípulos ante
la advertencia de Jesús por el peligro de las riquezas. Pero, como dice Jesús, la salvación definitiva es
cosa de Dios. Sólo Él la garantiza y la ofrece gratuitamente, si estamos dispuestos a escucharle. Puede
parecer que lo que nos exige es mucho, demasiado. Pero, si lo pensamos bien, en realidad no es tanto.
Es Pedro el que cae en la cuenta. Es como si dijera: “¡Anda! Si resulta que nosotros ya estamos
dejándolo todo para seguirte”. Y es que el seguimiento de Jesús no se inicia con el desgarro de la
renuncia, sino por la fascinación ante el maestro bueno, que comunica palabras que dan vida y
enriquecen por dentro y por fuera: nos sanan y nos abren a la humanidad entera, en la que descubrimos
a la multitud de nuestros hermanos y hermanas reales y potenciales. Se trata de un riqueza perdurable
acompañada en esta vida de dificultades y persecuciones (las que experimentó el mismo Jesús, hasta la
Cruz), pero que nos encaminan (y Él mismo es camino) a la vida eterna.
José María Vegas, cmf