Comentario al evangelio del Miércoles 31 de Octubre del 2012
Los sacerdotes rezamos, hacemos sacrificios (algunos, menos de los debidos), tratamos de servir al
pueblo y de atender a la gente, nos enfadamos, nos alegramos… y de vez en cuando pasamos vergüenza.
La Gracia tiene sus recovecos: ¡cuántos penitentes no nos han sacado los colores e invitado con su
finura cristiana a ser más exigentes en nuestra vida de fe!, ¡cuántos laicos no nos dan mil vueltas en
oración, pobreza, caridad, valentía!... He experimentado vergüenza varias veces. Hay personas -cada
vez menos, pero las hay- que se lanzan a besarte la mano. Pienso en algunas religiosas, religiosos no
ordenados, personas mayores… No puedes evitar la sensación inmediata de que eres tú quien debería
inclinarse a besar las suyas. Suelen ser manos gastadas, que han cavado muchas huertas, limpiado
muchos suelos, pelado muchas patatas, rezado muchos rosarios, pero vienen a besar las tuyas.
¿Quiénes son los últimos?, ¿quiénes los primeros? Jesús nos vuelve a meter (con el cariño que le
distingue) el dedo en el ojo. ¿Qué será de los que echamos horas y horas en presumir de que Él ha
comido en nuestras plazas y predicado en nuestras calles?, ¿de los que nos pasamos la vida señalando a
los que ‘no son de los nuestros’? Seguimos empeñados en entrar por la puerta principal, por la ancha,
por la de primera división.
No puedo evitar recordarle. D. Mauro Rubio Repullés sirvió a la Iglesia de Salamanca (España) como
Obispo durante casi treinta años. En los últimos no se perdía encuentro de Caritas, llegaba enfundado
en su gabardina, con su boina y su paraguas, sorteando los coches con chófer de alcaldes, diputados,
catedráticos y presidentes de diputación. Recibió solemnemente a su sucesor con un discurso precioso
en el que recordó las raíces apostólicas de la Diócesis, los santos y mártires que la habían embellecido,
pero al mismo tiempo le informó -sin prisa y con la misma seriedad- del número de viviendas sin agua
corriente, de personas sin trabajo, de ancianos sin compañía.
No dudo de que el Señor mismo salió el primero a abrirle la puerta del Reino.
Pedro Belderrain, cmf