Solemnidad del Señor de los milagros
Lecturas: Nm 21,4-9; S 83; Flp 2,5-12; Jn 3,11-16
Homilía por el P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
“Crucificados con Cristo”
Las tres lecturas de hoy les habrán sonado a
conocidas. Aparecen con cierta frecuencia en la
liturgia. Ello es señal de su importancia. Confirma el
valor del misterio que hoy celebramos: Cristo
crucificado, el Señor de los Milagros, salvador,
protector y compañía permanente, fuente de gracia,
especialmente para los más pobres, a los que
preferentemente elige como mensajeros del Evangelio.
Dios, rico en misericordia, ha querido por medio de la
conservación milagrosa de aquel muro que
mantengamos siempre actuales verdades de nuestra
fe, que en verdad son fundamentales.
Las lecturas de hoy nos lo muestran así. Porque
el misterio de Jesús Crucificado es la verdad central de
nuestra fe. Está profetizado claramente en la serpiente
de bronce, que levantada en alto, es medio de
sanación de la mordedura de las serpientes, castigo
del pecado de los israelitas. Cristo mismo explica a
Nicodemo (y a nosotros también) que le representa a
Él. “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo
Unigénito”. Un día será levantado en la cruz y para
todos los que le miren arrepentidos de sus pecados
será la curación y el perdón. “Es verdad –dirá el
centurión que ha dirigido su ejecución–. Este hombre
era hijo de Dios” (Mc 15,39)
Cristo murió crucificado. La cruz, que fue
instrumento de la redención, es hoy uno de los
términos esenciales para evocar nuestra salvación. Ha
venido a ser un título de gloria, primero para Cristo,
luego para los cristianos.
Fue difícil para los apóstoles y primeros
cristianos aceptar que era necesario que el Mesías
fuese crucificado para realizar nuestra salvación del
pecado (v. Lc 24,25-27). Será necesaria la gracia de la
experiencia de la resurrección y de la venida del
Espíritu Santo para que tengan como lo principal de su
mensaje a Cristo crucificado (v. Hch Ap 2,22ss).
Fue muerto Cristo en la cruz, suplicio que estaba
reservado para los esclavos, para que nosotros
fuéramos liberados de la esclavitud del Diablo y
perdonados de las culpas de nuestros pecados.
Cargando con nuestras desobediencias, Jesús, el
más grande de los hombres, el cabeza y representante
de toda la humanidad, obedeció la misteriosa pero real
voluntad del Padre y compensó con su muerte en la
cruz la desobediencia de todos los hombres. Y cada
uno debe asumir la responsabilidad que le corresponde
en la muerte de Jesús.
Resucitado y elevado al cielo, el Padre le ha
dado todo su poder en el cielo y en la tierra. Así ha
recuperado para nosotros la posibilidad de volver a ser
de verdad hijos de Dios, partícipes de su vida divina, y
de heredar con Él la gloria que nunca acabará.
Todos nosotros estamos invitados a unirnos a Él,
a acoger su mensaje, a formar parte de sus amigos y
discípulos, a heredar su reino. Para esto el medio es
seguirle caminando por sus huellas, llevando nuestra
cruz. Gracias a Cristo la cruz se ha convertido para
nosotros en instrumento de salvación.
Ni siquiera estamos solos para realizar este
camino. Él es el camino, la verdad y la vida. La vida, la
2
vida divina, la participación en su vida, nos la da y
fortalece en los sacramentos, la oración y el ejercicio
de la caridad sacrificada por el prójimo.
Clavemos, pues, nuestros ojos en el Señor de
los Milagros, asumamos como cirineos nuestra cruz y
subamos con Él al Calvario.
Mirémosle. Mirar a Jesús crucificado nos dará
fuerzas para arrepentirnos de nuestros pecados y
corregirlos. Mirar a Jesús en silencio nos ayudará a
sufrir sin quejas nuestros sufrimientos. Mirar a Jesús
perdonando nos dará la seguridad de haber quedado
perdonados con el sacramento del perdón y nos
aportará fuerzas para perdonar incluso a los enemigos.
Verle sufriendo sin quejas nos hará capaces de sufrir
por nuestros pecados y por la salvación de todos los
hombres. Escucharle cuando se dirige al Padre
sintiendo su abandono, alumbrará la fe y la esperanza
de su compañía en nuestra soledad y en la soledad de
los hombres. Encontrar a su Madre al pie de la cruz,
ofreciendo a su Hijo por la salvación de los hombres y
aceptando a los pecadores como hijos suyos, nos
fortalece el arrepentimiento, suscita nuestra confianza,
enciende nuestro amor a ella y a su Hijo, nos da la paz
que sólo Dios puede dar.
Desde que Jesús ha sufrido y muerto en la cruz,
la vida del hombre ha adquirido un nuevo valor. El
cielo y la felicidad eterna se han abierto para él. Basta
con que tenga fe. Con la fe se abre a Dios y se hace
acreedor a los méritos que Cristo ha adquirido con su
obediencia al Padre hasta la muerte y muerte de cruz.
Esa fe sincera le abre el corazón al perdón y a la
vida gratuita de Dios. Esa fe sincera y coherente no
vacila aceptando su propia cruz. Así coopera salvando
su vida y la de sus hermanos.
3
Por eso debemos mirar constantemente “al que
traspasaron”. Entremos por esa herida en su corazón.
“Muertos al pecado, vivamos para la justicia” (1Pe
2,21-24). Muertos al hombre viejo, resucitemos al
hombre nuevo, pongamos nuestro ideal y nuestra
gloria en Cristo, por quien el mundo esté crucificado
para nosotros y nosotros para el mundo, como dice
San Pablo de sí mismo (Gal 6,14). La eucaristía de
cada domingo nos lo vuelve a hacer presente. Con la
gracia de Dios todo es posible.
Más en:
<http://formacionpastoralparalaicos.blogspot.co
m>
4