Solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre)
La multitud de todos los Santos
En el día de todos los Santos la palabra de Dios nos introduce en el misterio de su
amor a través de tres lecturas impresionantes: El libro del Apocalipsis (Ap 7,2-17),
la primera carta de Juan (1Jn 3,1-3) y el Evangelio de Mateo (Mt 5,1-12). Tanto en
el libro del Apocalipsis como en el Evangelio de Mateo una multitud inmensa se
reúne en torno a Jesús. Es la multitud de discípulos y de sufrientes de la historia. Es
la multitud de los santos que están de pie ante el Cordero, anunciando y celebrando
el triunfo del Cordero degollado y Resucitado, cuya Pasión ha transformado el
sentido de la vida humana, convirtiendo en Santos a todos los hombres y mujeres
que por ser discípulos o por ser víctimas en la historia han sido y siguen siendo
llamados por Dios para ser Hijos suyos. Son gentes de toda nación, raza, pueblo y
lengua. Y esta realidad que se revelará un día en plenitud es el horizonte de
esperanza hacia el que nos encaminamos y que está marcando nuestro presente.
Los santos no son sólo los que están en los altares, sino la multitud de hombres y
mujeres que a lo largo de la historia han quedado vinculados a Jesús Resucitado
por medio del sufrimiento inocente y por medio de la fe y llevan en sus cuerpos las
marcas de la gran tribulación. En dos lenguajes diferentes y en dos géneros
literarios distintos se describe una realidad común. El género apocalíptico y el
evangélico nos llevan a la experiencia del Reino de Dios. La apocalíptica es una
corriente teológica de la tradición judía y cristiana que revela la perspectiva divina
sobre la vida, la historia y el destino del hombre y del mundo, desde el
reconocimiento de la soberanía de Dios como único Señor, y desde la experiencia
dolorosa de la historia humana como una historia de dolor, de sufrimiento, de
tribulación y de mal, que el mismo hombre provoca, consiente y mantiene. Pero la
apocalíptica habla su propio idioma. Se expresa con un lenguaje especial, simbólico,
con sueños y visiones, con números y cifras, con palabras empapadas de vida, de
llanto y de esperanza, convirtiéndose así en un lenguaje literario muy singular que
hemos de desentrañar e interpretar adecuadamente.
La lectura del Apocalipsis nos cuenta hoy la visión de un ángel que lleva el sello del
Dios vivo para marcar a los siervos de Dios. El número de 144.000 sellados tiene
un sentido más simbólico que histórico. Los números en este tipo de literatura no
tienen meramente un valor cuantitativo sino especialmente cualitativo. En este caso
144.000 (Ap 7,4; 14,1.3) expresa la universalidad de la salvación de Dios que en el
tiempo de la historia, antes del final, instaura el Reino de Cristo (1000 años) el
cual abarca a la humanidad de todos los tiempos, del AT y del NT (12 x 12 x 1000).
Después se dice explícitamente: Se trata de una multitud innumerable. En el
pasado han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero, con túnicas
blancas, por tanto que participan de la resurrección, con palmas en las manos,
como signo de triunfo. Es una multitud vencedora, que está en pie, y por tanto
participa de la misma suerte del Cordero: Son los que vienen de la gran tribulación.
El Cordero degollado, pero en pie, es Jesús, el crucificado resucitado. Este cordero
ha venido de la gran tribulación, ha derramado su sangre no sólo para quitar el
pecado (lavar las túnicas) sino para que esa multitud tenga una participación
existencial en el Resucitado (blanquear las túnicas).
Después se completa lo que acontece a esta multitud. En el presente están
sirviendo a Dios constantemente, como un pueblo de sacerdotes. En el futuro el
Cordero acampará entre ellos y ya no habrá más hambre ni más sed (Is 49, 10) y
Dios enjugará las lágrimas de sus ojos (Is 25,8). Esta perspectiva de futuro conecta
directamente con las Bienaventuranzas: “Dichosos los hambrientos y sedientos de
la justicia porque ellos serán saciados” y “Dichosos los que gimen porque ellos
serán consolados”.
Sin embargo las bienaventuranzas no se remiten sólo ni principalmente al futuro,
sino también al presente de esta vida, abriendo al ser humano a una propuesta de
dicha que sólo es propia del Reino de Dios, pero que está disponible para todos los
hombres y mujeres que al oírla entren en su dinamismo de vida y de alegría. Las
bienaventuranzas (Mt 4,25-5,12) inauguran el discurso sobre el Reino en Mateo. Es
el pregón del Sermón de la montaña, para todas las gentes procedentes de todas
partes, desde Galilea y Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania. Las ocho
primeras bienaventuranzas se pueden dividir en dos partes de cuatro
bienaventuranzas. Se proclama la dicha en todas ellas. La Buena Noticia de Jesús
es la dicha del Reinado de Dios. Es el elemento constante de todas las
bienaventuranzas. La dicha no es sólo la felicidad, comúnmente entendida como la
satisfacción de las necesidades básicas humanas. La dicha implica una alegría
profunda en el interior del ser humano, de origen espiritual, que tiene su razón de
ser en Dios, y que es compatible con la vivencia de situaciones de sufrimiento y de
tribulación, desde la esperanza puesta en Dios, en virtud del cual estas experiencias
no pueden conducir a la mera resignación impasible, ni a la alienación
espiritualoide, ni al inmovilismo social.
Los elementos variables son los sujetos de esa dicha que se proclama y las razones
que la sustentan.¿A quién llama “dichoso” Jesús desde la perspectiva de Dios y de
su Reino? Aquí es dónde viene realmente la Noticia gozosa del Evangelio. Los
sujetos de las bienaventuranzas son, en primer lugar, personas que están o pasan
por una situación de negatividad extrema: los pobres, los que gimen, los
indigentes, los que tienen hambre y sed, también de justicia. Son personas que
carecen de lo más mínimo para una vida digna y humana. La razón de la dicha no
es la situación en la que se encuentran sino el giro que van a experimentar esas
condiciones sociales. El que va a realizar ese giro es Dios mismo, que traerá el
consuelo, que dará el don de la tierra y saciará a los hambrientos y sedientos. Sólo
por ser víctimas, por ser sufrientes, independientemente de sus creencias
religiosas, Dios está de su parte, y Dios hace una promesa de futuro que
ciertamente se cumplirá. Dios anulará tal estado de negatividad y de injusticia y
acabará con todo ello. Lo que no se sabe es ni cómo ni cuándo esto se llevará a
cabo. Los sujetos a los que se les anuncia la dicha en la segunda parte de las
bienaventuranzas son personas cuya disposición personal, cuyas actitudes y
acciones pertenecen al mundo de relaciones hacia los demás y hacia Dios propias
del Reino de Dios: Donde se vive practicando la misericordia, la ayuda mutua, la
solidaridad, la transparencia interior, la autenticidad y la sinceridad, trabajando y
luchando por la paz y la justicia, hasta ser perseguidos por ello. Este mundo nuevo
de relaciones trae sin duda la dicha, la alegría inefable del tiempo mesiánico.
Pero la primera bienaventuranza, la de la pobreza, es aún más paradójica. Se trata
no sólo de los pobres sino de los pobres cuyo espíritu permite que el Dios del amor
y de la justicia reine en ellos. Por una parte, los pobres son los que carecen de
medios para una subsistencia humana y digna. Y en este estado de indigencia, de
necesidad y de dependencia de los demás viven muchas personas de este mundo
por causa de la injusticia social, de la desigualdad y del mal reparto de la riqueza y
de los bienes de la tierra. El Reino de Dios – dice Jesús- les pertenece. Pero esa
primera bienaventuranza dice algo más, pues dado que los viven en el estado de
pobreza y de miseria son millones de seres humanos, hermanos nuestros, la
propuesta de Jesús a los que quieren convertirse en discípulos suyos es hacerse
también pobres, no porque la pobreza sea un bien, ni porque ésta traiga en sí
misma la dicha, sino porque si dejamos que el amor de Dios reine en el corazón
humano, mientras exista un pobre a nuestro lado o en nuestra tierra, la opción por
los pobres, trae igualmente la dicha. El Sínodo de los Obispos, clausurado el
domingo pasado, ratifica la opción preferencial por los pobres en toda la Iglesia,
resaltando que los pobres son al mismo tiempo receptores y agentes de la nueva
evangelización (Proposición 31). Por eso ponerse de parte de los excluidos y
marginados de la sociedad, de los indigentes, maltratados y oprimidos, dar acogida
a los inmigrantes, incluidos los sin papeles, ponerse del lado de las víctimas,
uniéndonos libremente a su causa es la vía primera para acceder al Reino que a
ellos les pertenece, el Reino en que el único soberano es Dios mismo en persona.
La primera bienaventuranza y la última (la de los perseguidos por causa de la
justicia que Dios quiere instaurar o por fidelidad a esa opción primera por los
pobres) no hablan del futuro, sino del presente, de modo que no podemos
conformarnos con las lecturas que desplazan la bienaventuranza, la dicha y la
santidad al más allá de esta vida. La fuerza de esta proclamación es que Dios hace
llegar su Reino también en el tiempo presente para los que son pobres, pobres con
espíritu y para los que se hacen pobres a conciencia y, por ser fieles a este plan de
la justicia de Dios, son incluso perseguidos.
Todos ellos están en esta historia, en el presente, de pie, con túnicas blancas y
palmas en la mano, como los que vienen de la gran tribulación, cantando el triunfo
paradójico del que fue crucificado y que enjugará toda lágrima de nuestros rostros.
Ésta es realmente la multitud de todos los Santos, cuya gloria no se canta
principalmente en los templos, sino que se grita en todos los lugares de la tierra y
en todos los tiempos de la historia, también en los cementerios, donde el dolor y el
sufrimiento han quedado marcados por la sangre del Cordero.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura