“El que no carga con su cruz y me sigue no puede ser mi discípulo”
Lc 14, 25-33
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
SI ALGUNO QUIERE VENIR CONMIGO
Nos encontramos frente a una de las «palabras duras» de Jesús, de las que se desprende con
unos términos extremadamente claros el radicalismo evangélico del que hemos hablado en la
lectio. Con todo, este radicalismo no ha de ser considerado de un modo genérico y mucho
menos de un modo irracional. En efecto, la invitación de Jesús implica algunas decisiones que
dejan aparecer las grandes motivaciones del radicalismo evangélico cuando lo situamos en el
contexto general del Evangelio.
La primera de estas decisiones recae sobre la persona misma de Jesús: «Si alguno quiere venir
conmigo... El que no carga con su cruz y viene detrás de mí no puede ser discípulo mío». Está
claro, por tanto, que la renuncia a los bienes y a las personas no es un fin en sí misma, no
tiene ningún valor autolesivo, no puede ser desarrollada en perjuicio propio, sino que
encuentra en Jesús, maestro y salvador, su motivación primera y última. La posibilidad de
llegar a ser «discípulo de Jesús» constituye el otro gran deseo de todo verdadero creyente, y
para alcanzar esta meta se debe estar dispuesto a dejar todo y a todos por amor, sólo por
amor. Si es lógico o no emplear la propia vida de este modo no puede decirlo más que aquel o
aquella que sabe que de la fe se desprende un estilo de vida. En consecuencia, no debemos
buscar una racionalidad puramente humana, sino una racionabilidad que satisfaga la mente y
el corazón del verdadero discípulo.
Como sabemos, ha sido precisamente Lucas quien ha recogido este tipo de enseñanzas de
Jesús. En efecto, el tercer evangelista escribía para una comunidad que necesitaba hacer cada
vez más esencial su propia adhesión al Evangelio. Por eso Lucas la invita a practicar opciones
fundamentales en favor del Evangelio, sin dejarse distraer por preocupaciones terrenas y sin
alegar excusas fútiles. Y esto vale también para nosotros.
ORACION
«Pierde tu vida y la encontrarás». Señor, esta invitación tuya suena ilógica, absurda,
empapada de fracaso y de muerte. Sin embargo, la vida no puede ser poseída como un tesoro
que escondamos celosamente o para administrar sólo como propio, porque se marchitaría en
su propia limitación. Tú, en cambio, me has mostrado que mi existencia tiene que encarnarse
poniéndome en movimiento entre tu proyecto misterioso y ya establecido y mi decisión de
realizarlo o no; se ha de desarrollar entre una sucesión de aventuras placenteras o dolorosas,
padecidas o compartidas, que orientan los pasos inseguros de mi vida diaria vivida con otros
y para otros.
Lo he comprendido, Señor: mi vida es un don para compartir, es un bien para dar, es un
tesoro para revelar; para gozarla plenamente, para vivirla a fondo, debo entregarla. ¡Lo
quiero, Señor!