XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, B
¿Hay alguna esperanza?
En Bolivia la vida de los no nacidos puede empezar a estar más amenazada ya que
se pretende despenalizar el aborto. Por ese motivo la Iglesia cruceña participará en
la manifestación de la marcha por la vida, en defensa de la vida humana desde su
concepción hasta su muerte natural, el próximo viernes día 23 de Noviembre. Por
otra parte en España y en Europa la huelga general del miércoles pasado fue una
manifestación pública contra gobiernos, bancos, recortes económicos, desahucios,
corrupciones, desigualdades, abusos y, sobre todo, contra los pasos gigantescos de
un sistema monstruoso que va pisando personas y aplastando familias, provocando
suicidios, desesperación y llanto, y que hunde en el abismo a miles de ciudadanos
insolventes y sin recursos, sin trabajo y sin futuro. Ante este panorama desolador
y ante el desastre permanente del seísmo de la pobreza y de la hambruna, ante la
catástrofe de la crisis económica abocada al empobrecimiento progresivo y
acelerado de la población trabajadora en los países del perdido bienestar emerge
una pregunta que da miedo plantearse: ¿Hay alguna esperanza? La misma
pregunta hay que hacerse si miramos hacia Oriente Medio donde se agrava el
conflicto entre Israel y los árabes.
Los textos bíblicos de este domingo van al unísono con esta gran pregunta y son de
estilo apocalíptico. En el libro de Daniel se advierten los “tiempos difíciles” (Dn
12,1-3) y el evangelista Marcos habla de grandes catástrofes en el discurso
escatológico (Mc 13,24-32). Son textos que permiten abordar la cuestión del rumbo
y sentido de la historia humana, pero desde la genuina aportación de la
apocalíptica. Ésta es una corriente teológica de las tradiciones judía y cristiana que
revela la perspectiva divina sobre la vida, la historia y el destino del hombre y del
mundo, desde el reconocimiento de la soberanía de Dios como único Señor, y desde
la experiencia dolorosa de la historia humana como una historia de dolor, de
sufrimiento, de tribulación y de mal, que el mismo hombre provoca, consiente y
mantiene. Pero los textos apocalípticos de la Biblia, como género literario muy
singular, requieren una interpretación adecuada que tenga en cuenta el conjunto de
la Sagrada Escritura y el horizonte teológico de salvación y esperanza al cual nos
abren dichos textos.
En el libro de Daniel suenan los “tiempos difíciles” y el anuncio de salvación del
pueblo, mientras que el Evangelio de Marcos nos introduce en el discurso
escatológico del capítulo 13, del cual el domingo escuchamos sólo una parte. Los
detalles del género literario están cargados de fuerza y chocan con nuestra
imaginación y puede que también choquen con nuestra idea de Dios, pero revelan
al mismo tiempo la realidad del comienzo definitivo del nuevo día de Dios en la
historia humana y que alcanza al más allá de la historia. Es posible que nos resulten
extraños los elementos portentosos de este lenguaje. Vendrán grandes terremotos,
epidemias y hambres en distintos países, calamidades espantosas y grandes
señales en el cielo. Habrá guerras y noticias de guerras. ...
Este lenguaje catastrofista es propio de la apocalíptica y pretende revelar al
hombre, mediante visiones y señales, la verdad última y decisiva de la historia
humana desde la perspectiva de Dios. Pero el apocalíptico cristiano no es
principalmente un pregonero de desastres históricos, sucedidos o que vayan a
suceder, sino más bien el profeta que percibe la historia del mal y de los desastres
que ya existen desde la perspectiva de quienes los sufren como víctimas y desde la
visión reveladora de un Dios que interviene en la historia a favor de los que sufren
e intervendrá definitivamente poniendo punto y final a los desastres de la
humanidad.
En la perspectiva de solidaridad con los sufrientes y sólo desde ella es donde el
mensaje apocalíptico cristiano apunta hacia un horizonte último de esperanza, que
hay que descifrar. Es el horizonte donde aparece un Hombre nuevo, el Hijo del
Hombre, el que viene con potencia convulsionando la marcha aparentemente
tranquila de la historia humana pero realmente cuajada de catástrofes y desastres,
no pocas veces provocados o propiciados por los mismos hombres. La verdad
profunda de este lenguaje simbólico y cifrado es que el fin del mundo no será ni lo
último ni la plenitud consumada de lo que ahora existe.
La realidad dolorosa y cotidiana de miles de seres humanos para los que cada
amanecer se convierte en una amenaza tampoco es lo definitivo, porque es en esas
circunstancias donde un apocalíptico, realmente solidario con el dolor, anuncia
proféticamente la liberación que traerá el Hijo del Hombre con su venida. La
humanidad no está sometida a un destino fatal, sino que está llamada a una
liberación radical. Por eso, sólo desde los que sufren inocente e injustamente,
desde los desamparados, desde los excluidos y marginados, desde los enfermos y
desheredados, o desde cualquier experiencia de dolor se puede comprender bien la
esperanza mesiánica del día del Hijo del Hombre que vendrá con potencia y
esplendor sobre las nubes del cielo para reunir a los elegidos, es decir, a su nuevo
pueblo, a los transformados definitivamente por la eficacia del perdón conseguido
mediante el sacrificio redentor del que se ofreció de una vez para siempre, Jesús,
el único mediador y sacerdote (cf. Heb 10,11-14.18).
Éstos, los que vendrán de los cuatro vientos y experimentarán la salvación, y los
que enseñaron y fueron testigos de la justicia brillarán como estrellas por toda la
eternidad. La novedad de Jesús en este discurso es que no habrá señales que
evidencien el final, ni siquiera los signos portentosos mencionados serán el anuncio
del fin. Jesús advierte contra los engaños de los oportunistas que se aprovechan de
todo esto para beneficio propio. Para Jesús lo importante no son las visiones ni las
previsiones, sino la salvación. A sus discípulos y a nosotros Jesús nos enseña dos
cosas: En primer lugar que el fin no ha llegado todavía, es más, que no sabemos ni
el día de la hora. Por eso nos interpela y nos llama al aguante, como talante propio
del cristiano en las tribulaciones. La capacidad de aguante es la que nos sostiene en
la vida. Pero el aguante no se puede confundir con la resignación, es decir con la
aceptación pasiva o indiferente del mal, sino que, bien entendido, es la capacidad
para resistir activamente al mal, haciendo siempre el bien y con la esperanza que
nos da el que sufrió la Pasión hasta la cruz. De ahí que la esperanza de los
cristianos sea inquebrantable.
Jesús no promete un futuro halagüeño para los suyos. A los discípulos no les
aguarda el éxito. Al contrario, el destino de sus testigos será como el suyo: Como a
él le aguardaba la cruz, a sus seguidores les espera la persecución, la traición, el
odio y la muerte. Ésta es la época del testimonio y por eso los signos reales de su
presencia son las marcas del sufrimiento. No será en ningún caso una época
triunfal.
En segundo lugar Jesús nos enseña que lo definitivo sí está dicho en su palabra. Él
sólo garantiza su asistencia con su palabra llena de sabiduría. Éste es el único éxito
real. La palabra de su Reino. La victoria de los cristianos en este mundo es la
palabra cuya autoridad y cuya verdad nadie podrá refutar ni sofocar. Éste es el
triunfo real del Espíritu en Jesús y en sus discípulos. En la palabra, en la vida y en
la hora del sufrimiento de los testigos se va anticipando lo decisivo de su Reino. El
discurso escatológico nos alerta para que no caigamos en la pasividad, sino que
permanezcamos activos y despiertos, trabajando incesantemente por la
transformación de este mundo, especialmente en los lugares desastrosos de la
humanidad, con la esperanza puesta siempre en el Hijo del Hombre.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada
Escritura