JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO B
+ Mons. D. Ciriaco Benavente
Mateos
El Rey se hace siervo
El Año Litúrgico se cierra con la celebración de la fiesta de Cristo Rey. Veamos:
"Tú lo dices: soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo : para ser
testigo de la verdad".
Oyendo a Jesús decir estas cosas, y en la lamentable situación en que las dice, uno
queda perplejo, desconcertado. ¿Es, en verdad, un rey o es más bien un soñador de
utopías, de reinos fabricados con nubes de imposibles? Pero no se trata de una
escena suelta; es el broche del mensaje que ha proclamado.
Jesús es Rey de los pies a la cabeza. Su poderío no es postizo, le viene de casta. Lo
afirma ante Pilato, el gobernador romano, entre cuyos cometidos estaba el de
tutelar la soberanía del emperador Tiberio sobre ese rincón del Imperio y, por
consiguiente, combatir y eliminar a cualquier sedicente rey de los judíos. De hecho,
esta es la acusación con que los dirigentes judíos le presentaron ante Pilato.
Uno de los dirigentes de la Revolución Francesa, que acabó luego en la guillotina,
decía que “no se podía reinar y ser inocente”. Pero el Reino de Jesús nada tiene que
ver con los reinos de este mundo. Tiene que ver más con lo que afirmaba un poeta
del siglo pasado: “El más grande rey es el que se edifica un trono en el corazón de
los hombres”.
Claro que Jesús es Rey y que ha dedicado su vida al anuncio del Reinado de Dios.
Pero qué distinto lo que Él entendía de lo que habitualmente entendemos nosotros.
Veamos: Ha hablado de su Reino comparándolo a un grano de mostaza, que siendo
una semilla insignificante, se convierte en el más grande de los arbustos; a una red
en que caben toda clase de peces; a un banquete al que son llamados todos,
incluso los más desheredados. Un Reino que tiene por ley suprema el amor, cuya
demostración consiste en dar la vida por los demás.
Hay algo en Jesús que impresiona, que choca con nuestra manera habitual de
entender la grandeza: es esa sencillez con que se presenta, sin buscar prevalecer ni
sobresalir, y, menos, medrar a costa de otros. En la humildad de su porte se
manifiesta su más honda y trascendental grandeza.
Pilato y Jesús. Un brillante comentarista pone frente a frente las dos maneras de
reinar: “Pilato poderoso, aunque con pies de barro, arropando su mediocridad y
cobardía en un manto de fuerza. Jesús, torturado, débil, pero gigante en su
desamparo, sin más poderío que su mirada serena y su palabra libre.
Pilato arrimado al aire de los que mandan, rodeado de lujo, de soldados, de
esclavos, de sonrisas compradas ¿Qué será de él cuando el viento deje de soplar a
su favor, cuando su soporte de gobernador romano se desinfle? En cambio, al
condenar a Jesús lavándose las manos, le está facilitando el paso por la última
puerta que le queda para recuperar su auténtica grandeza, la que no acabará
nunca.
Jesús ha vivido siempre dueño de sí. No ha querido comprar la fidelidad de nadie,
no ha tenido donde reclinar la cabeza, se ha rodeado de un grupo de gente sencilla.
Ha ido por la vida sin trampa ni cartón, ofreciendo lo que trae: una Buena Noticia
de perdón, misericordia y el cambio del corazón. Lo suyo no ha sido mandar, sino
servir, sanar, lavar los pies, darse por amor. Al final, es verdad, ha quedado solo,
pero ha sembrado la semilla de un mundo diferente y mejor.
El poder de Pilato descansa su peso sobre un pueblo sometido, sobre la pobreza y
esclavitud de muchos. A su muerte ¿quién llorará sobre su mausoleo? Hemos
tendido que esperar casi veinte siglos para encontrar, al fin, entre las ruinas de
Cesárea, una inscripción con su nombre para garantizar su existencia al margen del
evangelio.
La corona de Jesús es de espinas; lleva el peso enorme del sufrimiento e injusticia
que ha venido a quitar de nuestras espaldas. Su cuerpo desnudo y deshecho va a
ser entronizado en el madero de la cruz. Pero poco después la corona de espinas se
transformará para siempre en corona de gloria. Gloria ya no sólo para Él, sino para
la incontable multitud de redimidos que reinarán con Él.
En un himno antiguo, que cantaban los primeros cristianos, y que san Pablo lo
engastó como una piedra preciosa en un de sus cartas, leemos: “… Se humilló a sí
mismo, / hecho obediente hasta la muerte/ y una muerte de cruz/. Por eso, Dios lo
exaltó sobre todo/ y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; / de modo que al
nombre de Jesús/ toda rodilla se doble/ en el cielo, en la tierra, en el abismo, / y
toda lengua proclame: / Jesucristo es Señor/ para gloria de Dios Padre”.
Dios se hace hombre. El Rey se hace siervo. Lo contrario de nosotros, que a poco
que te descuides acabamos sintiéndonos dioses. No es extraño que uno de los
grandes psicólogos que crearon escuela pusiera la causa de nuestras neurosis en el
complejo de inferioridad, que se disfraza haciéndonos creer importantes.
¿A que vale la pena apuntarse a este Reino?