“Una voz grita en el desierto…Todos verán la salvación de Dios”
Lc 3, 1-6
Autor: Pedro Sergio Antonio Donoso Brant ocds
Lectio Divina
¿QUÉ QUIERE DECIR, PARA NOSOTROS, SER PROFETAS?
El comienzo de la época cristiana está marcado con el reaparecer de la profecía. Para
Lucas, en Hechos, también el acontecimiento Iglesia comenzará con el don del Espíritu que
nos hace profetas a todos los cristianos, hombres de la Palabra, capacitándonos, como al
Bautista, para escuchar las urgencias de nuestro tiempo y proclamar la Palabra de salvación
que enderece nuestros senderos humanos.
¿Qué quiere decir, para nosotros, ser profetas? Ante todo y fundamentalmente significa
recibir un anuncio de esperanza de parte de Dios. “Los valles serán rellenados, las
montañas y las colinas serán aplanadas" y Dios es el sujeto de estas acciones.
Él será quien rebajará los montes y rellenará los valles de nuestra soberbia, de la injusticia
social, de la incredulidad de nuestro corazón y allanará para cada uno de nosotros el
camino de la conversión antes de que nos mande recorrerlo. Ciertamente que no nos
faltarán cansancios cuando colaboremos responsablemente en enderezar los caminos. Pero
si es Dios quien interviene, quiere decir que ninguna de nuestras situaciones, por duras que
sean, carecen de esperanza; precisamente nuestro compromiso "profético" está para que se
pueda realizar nuestra esperanza.
Además al profeta nunca le falta el desierto. Decir desierto significa silencio, búsqueda de
la esencialidad, lucha contra la propia soberbia y contra los múltiples enemigos del alma,
escucha atenta de la Palabra, distancia crítica de las "modas" y juicios demasiado
precipitados.
Quizás no resulte fácil pensar que ante una multitud bulliciosa sea más probable encontrar
a alguno que escuche, pero el Bautista no parece que pensaba así. Juan nos enseña a amar
el desierto, aunque conlleve no pocas situaciones de pobreza, indiferencia, injusticia, en las
que se nos invita a hacer resonar la Palabra del consuelo y la fraternidad.
ORACION
Me sorprende también este año tu promesa, Señor: mientras voy caminando con la Iglesia
para preparar la Navidad, escucho que eres tú quien me abres el camino de la conversión.
Me abres un camino alcanzándome con tu Palabra, mientras yo con frecuencia la escucho
distraídamente y sin entusiasmo, tú me recuerdas que el encuentro con tu Palabra es más
fuerte que la potencia de los imperios y que los grandes de este mundo transformando mi
vida en historia de salvación. Enséñame a escuchar, enséñame el silencio.
Me abres un camino prometiendo rebajar los montes y rellenar los valles. Si no fuera
porque tú me lo dices, estaría tentado de pensar que tengo la batalla perdida de antemano:
que no cese, Señor, de luchar contra las montañas del orgullo, de la ira, de los vicios y no
me asuste por los fallos de mi respuesta poco generosa.
Me abres un camino indicándome tantos desiertos que encuentro a mi alrededor y los
espacios vacíos que nuestra caridad no sabe cómo llenar: que pueda, Señor, hacer lo que
esté de mi parte, sin desanimar.