V Domingo de Cuaresma, Ciclo A

Juan 11, 1-45: ¿Si los hombres no lloran, porqué Cisto Sí?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

De una manera sumamente ingeniosa, los domingos de cuaresma nos han tomado de la mano hasta hacernos llegar a un momento clave en la vida y en la muerte de Cristo Jesús, su encuentro con Lázaro al que volverá a la vida después de que éste había muerto.  Hemos acompañado a Cristo en la soledad del desierto, en lo alto de la montaña presentado por su Padre, ofreciendo agua a la Samaritana, y la vista al ciego de nacimiento.  Ya estamos preparados para ese encuentro que marcó a Cristo para la muerte, mientras daba vida a su amigo Lázaro.  

Un detalle importante que hay necesidad de remarcar es considerar a Cristo como amigo. No podemos quedarnos con el Cristo solitario, apartado siempre de los demás.  Hoy sentimos a Cristo como el amigo, que ofrecía su amistad y que sin duda alguna esperaba correspondencia, porque su corazón funcionaba de la misma forma que el nuestro. Entre varias personas, se menciona a Lázaro y a sus dos hermanas, Martha y María. Con ellos, Cristo se sentía como en casa y cada que llegaba o volvía de Jerusalén, siempre encontraba con ellos comida caliente y un rinconcito acogedor dónde dormir. Por eso, cuando Lázaro enfermó, el primero en enterarse, a distancia, fue precisamente Jesús: “Señor, el amigo a quien tanto quieres está enfermo”. Pero Jesús no se movió de su lugar, se quedó “dos días” ahí. Llegado el momento oportuno, se dispuso con sus discípulos a emprender el viaje a Judea, donde ya Jesús presentía que le esperaba su propia muerte. Aceptó el reto, y los apóstoles lo comprendieron así, porque al verlo marchar, exclamaron: “Vayamos también nosotros para morir con él”.  

Cuando llegaron a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días de muerto, en su propia sepultura.  Marta salió al encuentro de Jesús con mucha gente que la  acompañaba.  Y apenas pudo acercarse, como decimos en México, ella le puso las peras a veinte, o sea le reclamó acremente que a pesar de la amistad, él no se hubiera hecho presente aunque sabía de la enfermedad de su hermano: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”.  Y a continuación, también en tono de reproche, le espetó todo lo que decía su teología sobre la muerte y la resurrección, casi lo mismo que decían los fariseos, y casi lo que piensan muchos cristianos el día de hoy, una vida que se extiende  más allá de lo que abarcan nuestros sentidos, pero no una vida que se hace presente hoy: “Pero aún ahora estoy segura de que Dios te concederá lo que pidas… “Tu hermano resucitará”…Yo sé que resucitará en la resurrección del último día”. Pero ya sin tapujos, Cristo se da a conocer como el que da la Vida: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Y sin dejar lugar a dudas, interroga directamente a Marta: “¿Crees tú esto? Qué bueno que marta logró captar el mensaje de Jesús, porque eso abre las posibilidades para nosotros mismos: “Sí, Señor. Creo firmemente que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”. Pronto se unió María a la comitiva participando a todos su dolor. Cristo se conmovió por las lágrimas de las hermanas y también lloró, con gran sorpresa de los asistentes: “De veras, ¡cuánto lo amaba!”. ¿Cuántas veces lloró Cristo en su vida? Me gustaría saberlo, porque desde pequeños, nos dijeron hasta el cansancio que los hombres no lloran, ahogando así muchas penas que se habrían manifestado como salvadoras si se les permitiera salir. Cristo no se inmutó, lloró como los hombres, por la tristeza de aquellas mujeres y por la perdida de su amigo, pero sin duda alguna sus lágrimas iban más allá, al contemplar cómo el plan de salvación original había quedado deshecho por el pecado. Ahora él iba a restablecer los límites de la muerte y los límites de la vida, arrebatando de las garras de la muerte a quien ya le pertenecía, aunque a él le costara su propia vida. Por eso  a continuación, muy seguro de sí mismo, pidió que lo llevaran ante el sepulcro. Y estando frente a él, autoritativamente pidió que quitaran la loza que cubría la puerta de entrada, y sin atender a la indicación de las hermanas que le indicaban que el cadáver ya apestaría. Luego de aquella conmoción sufrida unos instantes antes, Cristo, presa de profunda emoción, dio gracias anticipadamente al Padre por lo que  estaba a punto de ocurrir, para suscitar la fe en sus testigos, y en seguida, con toda la autoridad del caso gritó fuertemente: “Lázaro, sal de ahí”. Lázaro salió de la tumba lentamente porque tenia su cuerpo, sus manos y sus piernas atados con un sudario, y como dando tiempo para que los asistentes salieran de su asombro. Luego pidió Cristo que lo desataran para que pudiera andar y a continuación el evangelista agrega que desde ese día muchos de los judíos creyeron en él.  

Tenemos que remarcar que  si bien muchos judíos creyeron en él porque habían visto la evidencia, los fariseos, que ya le tenían echado el ojo a Jesús, desde ese día juraron acabar con él, pues precisamente a causa de la vuelta a la vida de Lázaro, muchos hombres y mujeres iban creyendo en Jesús. ¡Qué extraño son  los  hombres, que ante el mismo hecho, a unos los motiva a la fe y a otros los orilla a la condena de Jesús! Lo que sigue a continuación me lo he encontrado por ahí y lo ofrezco con mucho gusto:  

“En un mundo como el que nos toca vivir, donde la rentabilidad  se ha erigido en nueva divinidad que hay que adorar, todo es prácticamente objeto  de explotación, no solo como es de esperar, eso que llamamos “naturaleza”, sino incluso la persona misma, su trabajo, su vanidad, su egoísmo, su ambición, su erotismo, sus necesidades… hasta su miedo. ¡Qué renta tan fabulosa se obtiene diariamente del miedo de los hombres! Por miedo a perder un sueldo, un empleo, un nombre, un prestigio, una popularidad, por miedo a perder la vida…renunciamos a ser lo que somos (hombres libres) y nos vendemos como esclavos: nos vemos constreñidos a llevar a cabo acciones injustas, degradantes, indignas. Sería incontable el número de los que tienen sellados los labios con oro, o  las manos atadas con amenazas, o seco de miedo el corazón. A veces suspiramos: “Ah, si pudiese hablar... si yo dijese todo lo que sé… si contase todo lo que he visto con mis propios ojos”. ¡Pero no hablaremos! ¡Tenemos miedo! Mucho miedo. Miedo a todo. Miedo a morir. Y preferimos no pensar en la injusticia que sufre el prójimo. Preferimos no saber la mentira con que engañan al vecino, no denunciar la opresión  que padece el compañero, cerrar los ojos al hambre del hermano.  Y es que cuando la muerte se ve sólo como “el fin”, la muerte nos aterra. De ahí que –y no es pura coincidencia- el tirano como el delincuente exploten al máximo  el miedo de los hombres para asegurar el éxito de sus propósitos  y garantizar el silencio y la complicidad de los hombres.  

Por eso el cristianismo, al anunciar su mensaje de vida y resurrección, está ofreciendo a la humanidad la única oportunidad de liberación: la liberación de todos los miedos, la liberación del gran miedo de la muerte. Morir no es el fin, más que para los opresores y para toda opresión”.