II Domingo de Pascua, Ciclo A

Juan 20, 19-31: El Apóstol Tomás tiene más seguidores incrédulos cada día

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

Después de la memorable entrevista narrada para ustedes el domingo pasado, aprovechando el viaje, tuvo otra grandísima dicha, la de poder entrevistar al Apóstol Tomás, figura importante entre los apóstoles, pues aunque no tenemos muchos datos biográficos suyos, sí tenemos detalles importantes narrados en los Evangelios, el primero de ellos, cuando Jesús se aprestaba a ir a la casa de Lázaro para volverle la vida, y entendiendo el peligro que Cristo corría con tal viaje por estar en territorio judío donde le habían declarado la guerra a muerte, él motivó a sus hermanos apóstoles diciéndoles: “Vayamos también nosotros a morir con él”. Hay un segundo detalle, en la última cena, cuando Cristo anuncia que él tomará un camino que ellos no pueden recorrer por lo menos en ese momento, Tomás interviene para preguntarle a Jesús: “¿Entonces cómo podremos saber el camino?” a lo que Jesús respondió con una frase dirigida a todos nosotros: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Pero lo que hace verdaderamente atrayente la figura del Apóstol Tomás, fue el haber tenido muy cerca las huellas marcadas por los clavos en las manos y en el costado de Cristo resucitado.

 

 Pero vayamos entonces por partes, para encontrarnos con un hombre fuerte, robusto, casi atlético, fruto del duro trabajo de pescador que sin duda alguna fue su trabajo hasta el momento de ser llamado por Cristo a formar parte de aquellos amigos inseparables que Jesús escogió para que estuvieran con él, para instruirlos en las cosas del Reino, y para enviarlos posteriormente a la difícil pero gozosa tarea de la evangelización.   A lo primero que me tuve que enfrentarme fue la manera de llamarlo, ¿Señor Apóstol, Señor Seguidor de Cristo…?  Pero el mismo Apóstol intervino para indicarme que lo llamara Tomás a secas.

 

Una primera pregunta que siempre quise hacerle fue el porqué no se encontraba con los apóstoles cuando Cristo vino a verles por primera vez ya al anochecer del día de su resurrección, porque siempre he tenido la malicia de pensar que Tomás no estaba con los apóstoles por tener una fuerte diarrea que le habría impedido estar en el cenáculo el día de la Resurrección del Señor,  pero era imprudente y lo que le pregunté entonces es cómo sintió a los apóstoles después de la visita de Cristo Jesús resucitado.

 

“Efectivamente yo no estaba con mis hermanos ese día. Habíamos sufrido mucho, nos había dolido en el alma no estar cerca de Jesús en aquellos momentos terribles de su cruz, pero podía mucho en nuestro ánimo el correr la misma suerte de Jesús, al grado que nos daban ganas de correr lejos y olvidarnos de aquella frustraba aventura, pero también esperábamos contra toda esperanza que Jesús estaría de alguna forma con nosotros, porque el tesoro que nos había dejado era tan grande que no podríamos olvidarlo nunca más en la vida. Cuando yo regresé en la madrugada, nadie había dormido en la casa. Todos estaban despiertos y contentos, con una alegría indescriptible y casi no había acabado de entrar cuando me la soltaron a la cara: “Hemos visto al Señor, ha estado aquí precisamente con nosotros, lo hemos abrazado, nos ha dado la fuerza del  Espíritu Santo, nos ha dado su paz y nos ha pedido que perdonemos los pecados de los hombres”.  En ese momento me dieron ganas de llorar, por no haber estado con ellos, pero al mismo tiempo sentí una fuerte impresión,  pues los conocía de sobra por lo que exclamé con gran sorpresa mía y de ellos: “Pues si no VEO en sus manos la señal de los clavos y si no METO mi dedo en los agujeros de los clavos y si no METO mi mano en su costado, no creeré”.

 

 No lo hubiera dicho, porque el domingo siguiente, estando ahora sí con el resto de mis hermanos, vino Jesús de nueva cuenta, y nos volvió a saludar trayéndonos  su paz y su alegría, y casi como ignorando a los apóstoles, se dirigió inmediatamente conmigo. Un color se me iba y otro se me venía, porque me miraba con aquellos ojos suyos, profundos, penetrantes pero esperanzadores. Era una mirada nueva, extraña, de muy lejos, pero era la misma que nos  había dirigido cuando estábamos por los caminos de Galilea. E inmediatamente, extendiendo sus manos me dijo: “A ver, Tomasito, aquí están mis manos, acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”. Aquello fue demasiado para mí, encontrarme tan cerca y de frente a frente con esas manos y ese costado donde efectivamente se notaban las profundas huellas de los terribles clavos que atravesaron de parte a parte su carne inocente. Como fulminado por un rayo, caí al suelo, presa de lágrimas amargas por mi incredulidad, pero iluminado por el Espíritu Santo sólo alcancé a  exclamar: “Señor mío y Dios mío”. Algunos siglos después, San Agustín comentó este hecho así: “Tomás veía y tocaba al hombre, pero confesaba su fe en Dios a quien no veía ni tocaba. Pero lo que veía y tocaba le llevaba a creer en lo que hasta entonces había dudado”. Y sin ser mérito mío, continúo Tomás, Jesús le regaló a la humanidad aquella frase dichosa: “Tú crees porque me has visto, dichosos los que creen sin haber visto”. Por estos días precisamente Benedicto XVI ha comentado:

 

“El caso del apóstol Tomás es importante para nosotros al menos por tres motivos: primero, porque nos consuela en nuestras inseguridades; en segundo lugar, porque nos demuestra que toda duda puede tener un final luminoso más allá de toda incertidumbre; y, por último, porque las palabras que le dirigió Jesús nos recuerdan el auténtico sentido de la fe madura y nos alientan a continuar, a pesar de las dificultades, por el camino de fidelidad a él”.

 

Aún quedaron muchas preguntas para “Tomás” pero hubo que terminar porque ya los ángeles nos estaban mostrado amable y discretamente las puertas de salida del cielo.