VI Domingo de Pascua, Ciclo A

Juan 14, 15-21: ¿Quién es el mero mero en la Trinidad Santísima ?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

Si hubo un momento de intimidad plena entre Cristo y los Apóstoles, fue precisamente en la última cena. A Jesús se le escapaba la vida, no tenía más tiempo para estar con los suyos, y sus palabras, sus sentimientos y sus deseos iban brotando a borbotones, como un río que se sale de cauce.  

Jesús estaba seguro de que saliendo de aquel lugar, iluminado y con ambiente de fiesta, pues celebraban la Pascua Judía , sólo le esperaba la soledad, el vacío, la oscuridad y la muerte que ya rondaba sobre su cabeza. Una muerte injusta, sanguinaria y cruel. Pero como un auténtico enamorado, él no quiso dejar las cosas a medias, gritó el amor a todos los que encontró en el camino, cuando los hombres se resistían, redoblaba sus esfuerzos, como cuando platicaba con la samaritana que no daba su brazo a torcer y no quería darse cuenta del agua viva que Jesús le ofrecía. Como lo había estado haciendo el Padre, el Buen Padre Dios a través de la historia de los hombres,  Cristo hizo con ellos todo lo que hacen los enamorados, regalos, encendidas palabras, sublimes  promesas, declaraciones apasionadas, en una palabra, locuras de amor, como fue desde luego su Encarnación en el seno de aquella mujer maravillosa que fue su madre. ¿No les parece la palabra de un novio que quisiera hacerse una sola cosa con la novia y no abandonarla en ningún momento? ¿No era esto lo que decía el Cantar de los Cantares?: “En mi cama, por la noche, buscaba al amor de mi alma: lo busqué y no lo encontré. Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma: lo busqué y no lo encontré. Me han encontrado los guardias que rondan por la ciudad: -¿Visteis al  amor de mi alma? Pero apenas los pasé, encontré al amor de mi alma. Lo agarré y ya no lo soltaré”.  ¿Y no será la palabra profética de Ezequiel?: “Pasé yo junto a ti y te vi. Era tu tiempo, el tiempo de tus amores. Extendí sobre ti el borde mi manto y cubrí tu desnudez; me comprometí con juramento, hice alianza contigo y tú fuiste mía”.  

 Y la locura final, para que no quedara absolutamente ninguna duda sobre el amor de Jesús: el ofrecer su vida sobre lo alto de la cruz, sellando con su sangre su amor a los hombres, a la humanidad entera y a la Iglesia encargada por él de hacerlo presente en todos los continentes, en todos los siglos, hasta que él mismo volviera, para tomarnos a todos y llevarnos a formar la gran familia de los hijos en torno al Padre Dios.  

Jesús estaba verdaderamente preocupado por lo que ocurriría con los suyos una vez que él se hubiera ido. Por eso en la última cena descorre el velo del misterio y les revela clarísimamente la presencia del Espíritu Santo en el seno de la Trinidad, que haría las veces de abogado, de consolador, de inspirador y de maestro. Y dicho y hecho, el mismo día de Resurrección Cristo cumple su promesa y abriendo sus brazos cuan largos eran, sopla sobre ellos y les da la fuerza del Espíritu Santo para que pudieran consolar a sus hermanos, sanando la llaga profunda del pecado. Poco después, públicamente daría de nueva cuenta ese Don conquistado por él con su muerte y su resurrección, haciendo de sus cobardes, pusilánimes y huidizos apóstoles, intrépidos y valientes mensajeros de la buena nueva de salvación.  

Pero volvamos a nuestro intento de acercarnos a la revelación de Cristo a los suyos, auxiliados por  el capítulo 14 (15-21)  de San Juan, gozando  de la intimidad de Cristo con los suyos en la última cena, dándonos  cuenta del cuidado que Cristo tenía de que sus apóstoles y los hombres en general a los que él había sido enviado  no se sintieran solos cuando él se fuera, de la misma manera que la madre se va  inquieta cuando tiene necesariamente que dejar solos a sus hijos porque el trabajo fuera de casa lo requiere, “No los dejaré desamparados, decía Jesús, sino que volveré a ustedes. Dentro de poco el mundo no me verá más, pero ustedes me verán, porque yo permanezco vivo y ustedes también vivirán”.  

Bendita locura también, la del Padre , que además de habernos enviado a su Hijo Jesucristo, luego nos envía a su Espíritu, y así puede abrazarnos con dos manos:  “Si me aman, cumplirán mis mandamientos,  yo le rogaré al Padre y él les enviará otro Consolador que esté siempre con ustedes, el espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; ustedes en cambio, sí lo conocen, porque habita entre ustedes y estará con ustedes”.  

Esa promesa de Cristo ya se ha cumplido. Tenemos en nuestra Iglesia al Espíritu Santo que no tiene nuevas verdades qué declarar, sino hacer presente a Cristo la Verdad misma del Padre. No muestra nuevos caminos, sino que nos invita a  recorrer el Camino que es Cristo y no tiene una nueva vida que ofrecer, sino la Vida misma de Cristo hecha pan, alimento y bebida en el sacramento Eucarístico y en la vida del cristiano como servicio, alegría, entrega, generosidad, solidaridad con todos los hombres de buena voluntad que quieren el adelanto de nuestro mundo.  

Y yo terminaría diciendo que si el Espíritu Santo ya acompaña a su Iglesia no es para que hagamos celebraciones muy bonitas el día de Pentecostés que ya se avecina, sino para que tengamos una nueva manera de creer, una fe más arraigada a cobijo de la tentación de dejar nuestra  Iglesia; una nueva manera de esperar, aún en medio de las adversidades en esta época que dicen que no es una época de cambio sino un cambio de época con el fenómeno la globalización que trata de arrollarnos haciendo de nuestro mundo una aldea global, donde todos vivan, sientan, piensen y actúen de la misma manera, desaparecidas todas las manifestaciones folclóricas, culturales, morales y  religiosas; una nueva manera de orar no tanto para recibir, sino para dar al que todo nos lo ha dado; una nueva manera de amar, hasta que duela como decía Teresa de Calcuta; e incluso  una nueva manera de perdonarnos entre los hombres, en la familia, donde arrecian los rencores, los resentimientos y las separaciones, hasta dar lugar a una familia unida, en paz, en cordialidad, en amor, en el gran amor manifestado por la presencia del Espíritu Santo de Dios.