X Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 9:9-13: ¿Compartir mi mesa con los que no piensan, sienten, y actúan como yo?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

“En el encuentro con Cristo queremos expresar la alegría de ser discípulos del Señor y de haber sido enviados con el tesoro del Evangelio. Ser cristiano no es una carga sino un don: Dios Padre nos ha bendecido en Jesucristo su Hijo, Salvador del mundo. 

 La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades; deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino, pidiendo limosna y compasión (cf. Lc 10, 29-37; 18, 25-43). La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo”. 

Estos dos párrafos magistrales de nuestros Obispos en el Documento de Aparecida de mayo del año pasado, reflejan desde la primera palabra la alegría de ser discípulos del Señor y de haber tenido la dicha de encontrarnos con Él, al grado de considerar precisamente como un don, y maravilloso por cierto, el llamado que Cristo nos hizo a su amistad, de manera que de ninguna forma podremos considerar nuestra fe como una carga, sino como una verdadera distinción. 

De ahí brota entonces el deseo de que el Evangelio de Jesucristo pueda ser patrimonio de la humanidad y  que todos los hombres puedan gozar de las delicias de ser llamados por Cristo a su amistad. Es esa alegría la que lleva a muchos hombres y mujeres a desprenderse de lo que más quieren, su patria, su familia, su posición económica, etc., para correr y llevar el mensaje evangélico a otras gentes de otros continentes, con otras costumbres, con otra mentalidad, con otra alimentación, con otras enfermedades e incluso con otros pecados, para que respetando su propia manera de ser, puedan gozar también del bálsamo fragante de la fe y del cristianismo hecho vida para muchas gentes.  

Qué bien que nosotros podamos considerar que conocer a Jesús sea el mejor regalo que podamos recibir como  personas en este mundo que tiene tantos adelantos científicos pero que se ha detenido e incluso tiene retrasos para dar a cada persona la oportunidad de una situación digna de hijo de Dios. 

Y me alegra sobremanera el hecho de haberme encontrado con él hasta considerarlo lo mejor de la humanidad, “lo mejor que nos ha ocurrido en la vida”, hasta pretender que el  darlo a conocer con nuestras palabras y con nuestra vida misma sea nuestro mayor gozo.  

Siempre será un don magnífico y exquisito el amor y  el encuentro que Cristo ha propiciado en cada uno de nosotros en el seno de este mundo nuestro que tiene tantas esperanzas y tantos gozos en medio de dolores e insatisfacciones sin cuento.  

Por eso nos parece mezquina, raquítica y enfermiza la actitud de los fariseos que manifestaron su inquietud cuando Cristo escogió para seguidor suyo, a alguien que era considerado como un pecador, gente dañina y enemigo del pueblo de Israel. Se trata de Mateo, que efectivamente fue elegido para formar parte del grupo de doce seguidores de Cristo y que nos ha dejado magistralmente plasmada la figura de Cristo en su trabajo  que nosotros llamamos el “Evangelio” que lleva su nombre.  

Veamos en detalle que ocurrió. Cristo se mostró tremendamente libre al escoger a quienes serían sus acompañantes, sus confidentes, sus amigos y sus discípulos durante los últimos años de su vida. Y su mirada y su figura debe haber sido sumamente atrayente hasta hacer que la gente dejara lo suyo para ir en su seguimiento. Así ocurrió con Mateo. Éste era efectivamente un “publicano”, gente que se dedicaba a recaudar impuestos para Roma, que sojuzgaba en ese tiempo a la nación de Israel. Eran, pues, colaboracionistas de una nación extranjera, y eso nunca se los perdonaban los de su pueblo, pues además de exigir un impuesto  para  los dominadores, ellos mismos exigían otros tributos a sus conciudadanos. Los publicanos, pues, estaban excluidos de la vida pública,  social, y sobre todo religiosa del pueblo de Israel. Y es en una de estas gentes en las que Cristo pone su mirada. La posición económica de Mateo estaba asegurada de por vida. Nada le faltaba. Aunque no era bien visto en los corrillos de su ciudad, probablemente Cafarnaúm, el hecho de tener en abundancia de que vivir, compensaba el rechazo que  sentía de parte de los suyos. Pero bastó una sola invitación de Cristo, un “sígueme”,  para que hiciera cuentas, entregara todo y se lanzara a la aventura a la que lo invitaba Cristo el Señor. No fue un seguimiento a regañadientes. Hubo un banquete, o de despedida de sus compinches, o de presentación a Cristo quien lo había llamado. Es en este momento en donde entran en juego los fariseos, seglares “piadosos” que se consideraban tan buenos como juzgar a los hombres y convertirse en sus árbitros. “¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?” preguntaron los fariseos a los apóstoles, pero Cristo que se dio cuenta al momento de la situación fue él mismo el que contestó con fuerte voz: “No  son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos”. ¡Qué buena respuesta de Jesús! En su solidaridad con nosotros, nos ha llamado pero no porque encuentre en nosotros muchas cosas dignas de ser amadas, sino sencillamente porque él nos ama, y nos llama a su amistad y a vivir cerca de él, aprendiendo de su corazón que es manso y humilde. Nos llama porque nos quiere y a pesar de tantas deficiencias y yerros como se encuentran en nosotros. Que nadie se muestre pues tan limpio y tan puro y tan sano que no necesite de la medicina del Salvador. Eso nos alejaría tremendamente de él.  Y Cristo agregó algo que nos viene a confirmar en nuestra acción de gracias por el llamado gratuito que él nos ha hecho, y para invitarnos a que en nuestra vida nunca nos consideremos tan cercanos al corazón de nuestro Dios que lleguemos a considerar indignos a los que no piensan, sienten y actúan como nosotros: “Vayan, pues, y aprendan lo que significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Yo no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores”.