XVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 13:24-43: ¿Cristo nos va a salvar… a punta de parábolas?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

Cuando uno piensa en la misión de Cristo de convertirse en Salvador de todos los hombres en todas las épocas de la historia,  uno se imagina que los Escritos Santos que nos hablan de él, contendrían grandes sermones y peroratas como nosotros los curas endilgamos cada semana a nuestros sufridos oyentes, a veces sin prepararnos, con un sonido pésimo que hace que las gentes lleguen a preguntarse: ¿Y yo qué estoy haciendo aquí?  Pero uno se lleva cierta desilusión con los mensajes de Cristo, porque él habla de cosas sencillas, de los pájaros en las ramas, de la lindura de las flores, de la semilla que es arrojada a la tierra y sin que el agricultor pueda hacer otra cosa, muere primero a sí misma y luego germina y da abundante fruto. En otras ocasiones Cristo habla de una semillita de mostaza que siendo tan pequeña puede crecer hasta dar cobijo bajo sus ramas y sus hojas a los pájaros del cielo, y habla también de una mujer que echa un puñado de levadura en la harina, hasta hacerla capaz de hornearse y convertirse en un agradable y oloroso pan. Las palabras de Cristo son profundamente sencillas y los oyentes de Cristo eran la gente humilde, la gente de la calle, los pescadores, los campesinos, los artesanos. Muy poquísimas veces el trato  con los ricos y los poderosos, los que verdaderamente podrían cambiar al mundo. Y dan ganas de preguntarse: ¿con esto iba Jesús a salvar al mundo?  

Pero no seamos tan ingenuos. Con su manera sencilla de hablar y con su manera de comportarse, viviendo y conviviendo con pecadores, sin apartarse de ellos, sino ofreciendo meterles el hombro para salir de su maldad, invitándoles a cargar con su yugo suave y su carga ligera, Cristo estaba poniendo los cimientos del Reino de amor, de verdad, de paz y de perdón que él venía a edificar. Ninguna condenación para los hombres, sino una profunda compasión por ellos, y una paciencia sin límites hasta querer salvarlos a todos. 

Eso es lo que Cristo refiere en una de sus parábolas magistrales, que nos vuelven a meter, como en el domingo pasado, en el ambiente rural, campesino, cuando él nos hablaba del sembrador que personalmente salió a sembrar su buena  semilla. Ahora nos habla de otro hombre, que tiene sus trabajadores y que van sembrando bajo su mirada la buena semilla. Quizá el cansancio venció a los trabajadores, pues estando ellos dormidos, el enemigo sembró cizaña, una planta que tiene mucho parecido en el trigo, pero que es venenosa  y narcótica para el hombre.  ¿No sería la marihuana de aquel entonces? Cuando pasó el tiempo y las plantitas comenzaron a crecer, los trabajadores comentaron su sorpresa por la aparición de la cizaña entre las plantas de trigo, y le propusieron ir a arrancar las malas hierbas. Se nota que el amo era una persona sensata, y un buen agricultor, porque les hizo saber el peligro de arrancar el trigo al mismo tiempo que la maleza, por eso les ordenó que dejaran crecer ambas plantas hasta el tiempo de la cosecha, para quemar el matorral y almacenar el trigo en los graneros. Sorprende mucho la paciencia del amo, su sabiduría y la autoridad con que impidió hacer un estropicio con el corte de la  hojarasca. ¿Ya van mis lectores sacando sus propias conclusiones? ¿Ya se identificaron con alguno de los personajes de la historia contada por Jesús?  

De momento podemos ir adelantando algunas ideas. En primer lugar hay que decir que muchas veces tendemos  a ser tan impacientes con los demás como lo eran los trabajadores del amo. Sorprendidos con el mal que observamos en el mundo, nos mostramos impacientes, fuera de sí, con ganas de agarrar a los malos y refundirlos de golpe a todos ellos en lo más profundo de los infiernos, pero a los otros, porque nosotros siempre quedamos del lado de los buenos, ¿O no?  Nos mostramos intransigentes, perfeccionistas, puritanos, fundamentalistas, apocalípticos en una palabra, buscando castigos y más castigos a diestra y siniestra. Sin ofender a San Juan Bautista de quien Cristo dijo que era el más grande hombre nacido de mujer, Juanito andaba en esa línea de los trabajadores y quería que cuando Cristo viniera, trajera una guadaña para distinguir a los buenos de los malos y echar a éstos al fuego eterno. Pero la actitud de Cristo estaba por otra línea, no hizo lo que el Bautista sugería, sino que Cristo se identificó más con el Buen Padre Dios, representado en aquel amo prudente de la parábola, que sabe ser paciente con los hombres y que es más humano con ellos que los mismos hombres. No se ve que el Padre tenga ganas de castigar y que se complazca en ello. Es exigente. Cristo mismo lo era: “Tomen su cruz de cada día”, “la puerta del Reino de los cielos es estrecha”, no deja lugar a dudas de lo que él espera de nosotros, pero sabe respetar nuestra libertad y sabe esperar pacientemente para que triunfe su amor y su misericordia sobre la multitud de nuestros pecados. Para el hombre de hoy que se le hace tan difícil pensar en otra vida, porque le parece que ésta hay que vivirla y gozarla hasta la última gota, disfrutando al máximo de lo que el mundo puede dar, también con él,  es sincero Jesús sobre lo que  nos espera pero  tiene para nosotros  una palabra de conmiseración, de comprensión y de esperanza.  

De la actitud del Buen Padre Dios, el único que puede hacer justicia, podemos aprender varias cosas, antes de atrevernos a juzgar nosotros y pretender hacer justicia por nuestra propia mano, pues la verdad, los cristianos, a diferencia del juez que termina su jornada, cierra su escritorio y se olvida de los casos a juzgar al día siguiente, parece que nosotros somos un juzgado y un juez ambulante de todos los que tienen la desgracia de encontrarse con nosotros, porque siempre encontramos motivos para condenarlos.  

Del Buen Padre Dios tenemos que aprender la tolerancia, que nos hace ser pacientes y tener la capacidad para comprender los yerros de los que nos rodean, luego, una valoración de sus actos, pues es indudable que los demás pueden tener razón en lo que hacen, después un profundo respeto por sus actitudes y sus diferencias, dándonos cuenta que el único que puede hacer justicia es el Señor, que no necesita que nosotros lo defendamos.  

Como Iglesia, estamos necesitados de meternos a la escuela de Jesús que sabe ser exigente con los suyos, y que sabe tener misericordia de cada uno de nosotros. No quiere Cristo perfeccionistas, sino barro dúctil en sus manos que se deje moldear y que se deje cocer aunque duela y lastime, para entrar por los caminos de salvación.  La Iglesia en el fondo no es la sociedad de los ya  salvados y los elegidos, sino de los que han sido marcados para buscar su propia salvación. Líbrenos, pues Dios de juzgar a los demás, porque con la misma medida que medimos seremos medidos.   Sólo recomiendo a mis lectores, que se tomen la molestia de leer por sus propios ojos la parábola que nos ha ocupado, en el capítulo 13 de San Mateo, para encontrarse con las aplicaciones que el mismo Cristo hace a su parábola, indudablemente mejor que mis palabras.