XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 16, 21-27: ¿Cruces de oro en el pecho o cruces de entrega en la vida?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda  

 

Cuentan que Cristo tenía ganas de venir al mundo a ver con sus propios ojos el progreso de los hombres, que despertaba tantos comentarios en los ángeles. Poco a poco fue creciendo su interés pero como sólo estaba programada una sola venida al mundo, al fin de los tiempos, con un gran séquito como acompañamiento, decidió hacer una incursión en el mundo pero de incógnito. Señaló al azar la región que visitaría.  Cuando se llegó el día señalado, salió por una puerta lateral, de manera que ni San Pedro se enteró, pues de otra forma se hubiera armado un gran lío. Y llegó a una de las ciudades más industriosas y más progresistas. Efectivamente le llamó la atención el progreso, sus grandes edificaciones y las luces que todo lo hacían aparecer bello. Pero como Cristo nunca había montado más que un burro en su vida, un día quiso atravesar una gran avenida, y como no calculó la velocidad de los vehículos, prontito lo atropellaron y quedó tendido en la banqueta. Rápidamente se acercaron las gentes que lo rodearon, unos por curiosidad y otros con el afán de ayudarlo. Cristo quedó semiinconsciente por los golpes que había recibido, pero alcanzaba a oír. Unos decían: “Hay que buscar un médico”, otro dijo: “Hay que llamar a un sacerdote, porque éste hombre se está muriendo”, y una de las personas que se habían acercado dijo: “Hay que llamar a la Cruz Roja ”. Cuando Cristo alcanzó a oír esto de la cruz, haciendo un gran esfuerzo alcanzó a decir: “No, otra cruz ya no, por favor otra cruz ya no”.  

Esto pasa como una anécdota que escuché por ahí, pero la verdad es que si Cristo hubiera venido una y mil veces, otras tantas hubiera aceptado otra cruz, no porque la hubiera buscado, ni porque la voluntad de su Padre hubiera sido que él tuviera que morir en la cruz, sino por dos razones, en primer lugar porque nos amaba, y nos amaba entrañablemente, por lo que quiso ofrecerse como víctima, pero la segunda es porque ya metido entre los hombres, debía de aceptar morir como uno de ellos, pero con el agravante de que los jerarcas espirituales de su pueblo, reacios a cualquier cambio,  ni le aceptaron como profeta y en cambio le tomaron tal  inquina que lo condenaron a muerte, por no perder su situación de privilegio, y  lo hicieron con uno de los medios más crueles en ese tiempo, el tormento en la cruz.  

 Y tan es verdad que Cristo hubiera aceptado de nuevo la cruz y de que nada ni nadie lograría apartarlo de su camino, que al mismo Pedro, uno de sus discípulos, al que había felicitado hacía poco por haberlo declarado delante de sus compañeros como el “Mesías, el Hijo de Dios vivo”, cuando Pedro lo llamó a parte para declararle que él se oponía abiertamente a que Cristo subiera a Jerusalén para ser juzgado y muerto violentamente, Cristo lo trato con una dureza extrema hasta llegar a decirle: “Apártate de mí, Satanás, porque tu modo de pensar no es el de Dios sino el de los hombres”, apártate, retírate, quítate de en medio, no me hagas tropezar en mi camino. Fueron casi las mismas palabras con las que Cristo se defendió del demonio en la ocasión de las tentaciones al comienzo de su vida pública. 

En esa ocasión en que anunció por primera vez, que subiría a Jerusalén para padecer, ser condenado a muerte por los hombres y ser resucitado por su Padre Celestial, luego de la oposición de Pedro y de su reprimenda, Cristo declaró también  que los que quisieran seguirlo,  tendrían que correr su misma suerte: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí la encontrará”. Y a continuación Cristo hace una consideración que hace pensar: “¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida?” ¿Qué quiere Cristo de nosotros? Veamos:  

LA NEGACIÓN DE SÍ MISMO: Hoy se habla de la aceptación de sí mismo, de que todo se puede, de que no hay obstáculos a la actividad humana, y nos quedamos con esa impresión, de que todo se puede, que cualquiera puede obtener ocho medallas olímpicas con cinco minutos diarios de ejercicio, quizá sentado, con su faja eléctrica puesta, que hace el trabajo automáticamente. Lo que Cristo está diciendo es que debemos de vivir de cara a los demás, vivir para los otros, no ser egoístas. Ese es el deseo de Cristo.  Si entendemos así las cosas, siempre podremos vivir hacia los demás, en un afán de servicio que haga mejor nuestro mundo. No se trata de imitar a Jesucristo a rajatabla, sino seguirlo, proceder como él, que no tuvo acepción de personas, que aceptó a todos por igual, y que logró hacer la gran revolución, en el amor, en unos cuantos años, hasta transformar de raíz la comunidad humana.  

¿Y la cruz?: Siempre ha sido difícil hablar de la cruz, pero más en nuestro tiempo. Si se trata de una cruz de oro o aunque sea chafa, pero colgada al cuello, no hay problema. Puedes colgarte todas las cruces que quieras y no te pasará nada, a menos que te quieras meter a nadar con ellas, porque correrías el peligro de morir ahogado por exceso de medallas y de cruces en el pecho. Pero seguir a Cristo y seguirlo con la cruz, es otra cosa. Hoy no nos quedaremos con la finta de dos travesaños entrelazados, sino siguiendo a Cristo que no ofrecía dolor por dolor, ni cruz por sufrimiento, sino un camino que lleva a la luz, a la gloria, a la resurrección. Cristo pide con esta expresión, caminar dolorosamente, abriéndose paso, cargando la propia cruz, vernos de cara a los demás, aunque nos traten de tontos, aunque se rían de nosotros, intentando acabar con nuestro estilo de vida, aunque se rían de la esposa porque todavía es fiel, o del esposo porque no roba en su trabajo aunque tiene la posibilidad de hacerlo, o del novio que no aprovecha la oportunidad que su chamaca le da, sino que prefiere guardarse para el día de su matrimonio. ¿Cuál será entonces la cruz que tú vas cargar?