XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 18, 15-20: ¿Los jóvenes… centinelas del mañana?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda  

 

Conforme avanzaba el tiempo de su vida pública, dos motivos ocupaban el corazón y la actividad de Jesús, por una parte su inmenso deseo de salvación para todos los hombres, pero por otra, la inminencia de su muerte, que no sería precisamente una muerte plácida, sino violenta, cruel y despiadada, por eso urgía adelantar en la formación de los apóstoles que continuarían la obra de salvación que él había comenzado. Cristo quiere que quede muy claro que su salvación es para todos los hombres. Por eso él  los sacó a tierra extranjera y ahí  les espetó dos preguntas, la primera, sobre la opinión de la gente con la que los apóstoles trataban: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. Así de paso, esa era la autodenominación de   Jesús. La respuesta deja en claro que la gente sólo lo veía como el que hacía prodigios, el que daba de comer, el que curaba, es decir un profeta. Sólo eso, un profeta.  

No nos detendremos más en esta consideración, porque nos interesa situarnos ante la segunda pregunta, a boca de jarro que Cristo les lanzó a sus discípulos: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Recordemos que Pedro no pudo unirse a la declaración de fe en la divinidad de Cristo en lago de Galilea, la madrugada del día en que Cristo caminó sobre el agua y calmó instantáneamente la tempestad, porque había hecho el ridículo completo al hundirse en las aguas tempestuosas del lago, teniendo frente a él y tan cerca a Jesús. Por eso, ahora en un momento crucial en la vida de Cristo, Pedro toma la palabra y declara con toda solemnidad, inspirado por el Padre Dios: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.  

Aunque tendremos necesidad de referirnos más adelante a esta respuesta debemos decir ahora que no era fácil expresarse así de Jesús, porque no se trataba de conocimientos humanos que le hubieran llevado a sacar tal conclusión, sino que efectivamente se trataba de una luz especial que el Buen Padre Dios le daba a Pedro para reconocerle como su Hijo y por lo tanto como el Salvador, el Ungido, y no tanto el Mesías, por las implicaciones políticas y sociales que esto implicaba y de lo que Cristo venía huyendo. Y si Cristo fue aclamado con el título de Hijo de Dios, ahora Cristo también impondrá a Pedro otro título, el de piedra, roca, fundamento, columna y sostén de lo que sería su Iglesia, la comunidad de los creyentes que se agruparían en torno a Cristo muerto y resucitado. Y a continuación, Cristo le anuncia a Pedro que él tendrá los poderes de congregar, unir y custodiar a todos sus seguidores, dándole las llaves del Reino de los cielos, para que todo lo que atara o desatara en la tierra quedara atado o desatado en el cielo.  

Prometimos volver sobre la pregunta de Cristo: “¿Y ustedes, quién dicen que soy yo?” pero ahora dirigida a cada uno de nosotros, y para responder, no vayamos a hacerlo con las respuestas sacadas del cuarto de los tiliches que cada uno llevamos dentro, no podremos responder con las lecciones de catecismo aprendidas en la infancia o en la adolescencia, no podemos responder con los clichés que teníamos entre las cosas que no nos sirven para nada. No podemos responder con conocimientos ciertamente deficientes, incompletos y que no tienen repercusión en la vida, lo mismo que muchas de las medallas, escapularios y rosarios que llevamos colgando al cuello, pero que no nos impiden robar, calumniar y despreciar a los más pobres, a los que no pueden defenderse, a los que no tienen voz porque no tienen medios económicos suficientes como nosotros. La respuesta que Cristo quiere de nosotros, tiene que venir desde el fondo del corazón, y tiene que ser dada con toda nuestra vida, con todo nuestro ser, para que pueda engendrar amor, alegría y servicio desinteresado a los que nos rodean. Amor, en una palabra.  Y sólo podremos responder efectivamente si amamos, si no tenemos cerrado el corazón a los demás, de otra manera estaríamos haciéndonos tontos, poniéndonos la máscara de creyentes y cristianos, cuando en el fondo el corazón sigue intocable, egoísta, marchito y quizá muerto para los demás. Hoy es el día de descubrir a Cristo como el Salvador y el que puede mover nuestros corazones para ir logrando un mundo mejor, más humano, más cristiano, menos injusto, menos cerrado a los pobres y a los desprotegidos.  

Eso mismo, pero con mejores palabras han dicho los obispos de América, en el Documento de Aparecida que mis lectores comienzan a conocer (29): “LA ALEGRÍA QUE HEMOS RECIBIDO EN EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, DESEAMOS QUE LLEGUE A TODOS LOS HOMBRES Y MUJERES heridos por las adversidades; deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino, pidiendo limosna y compasión (Cf. Lc 10, 29-37; 18, 25-43). La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. LA ALEGRÍA DEL DISCÍPULO no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que BROTA DE LA FE, que SERENA EL CORAZÓN y CAPACITA PARA ANUNCIAR la buena noticia del amor de Dios. Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo”. 

Cuánto gusto me daría, si todos mis lectores pudiéramos suscribir esas palabras de nuestros obispos, si todos pudiéramos considerar a Cristo como el gran regalo para nuestro corazón y para nuestro mundo, lo mejor que pudo ocurrirnos, y si pudiéramos experimentar un profundo gozo de darlo a conocer con nuestra vida y nuestro empeño por darle a las nuevas generaciones, un mundo mejor del que nos han entregado. Eso le deseo a todos ustedes.