IV Domingo de Adviento, Ciclo B

Lucas 1, 26-38: ¿Cómo le digo a mi mamá, que estoy esperando un hijo?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

Mi pobre aldea nunca pasó de ser un conjunto de casuchitas pobres, situada en una región agrícola de la baja Galilea ,  considerada como una región de paganos, despreciables y relegados, pero mi familia y yo, éramos muy creyentes y observantes de la Ley de Moisés. Tenía entre 12 y 13 años ocupándome  en los quehaceres de toda mujer judía: moler el trigo, elabora la harina, cocer el pan en el horno, hilar la lana y tejer las telas, recoger leña del cerro y acarrear el agua del pozo donde se reunían las mujeres para comentar los sucesos del día o escuchar las narraciones de los que tenían la   fortuna de haber ido alguna vez a la gran ciudad de Jerusalén, donde se encontraba el grandioso templo de los judíos y donde residían los grandes sacerdotes de nuestra fe. Como todas las mujeres, a nosotras se nos negaba toda clase de escolaridad. Los hombres que sabían leer era muy pocos y siempre eran hombres. El sábado nos congregábamos para la oración, la alabanza y la escucha de la Palabra de Dios, pero las mujeres teníamos que quedarnos a la puerta y escuchar poniendo las dos orejas, lo poco que se oía del interior. 

Mi nombre era María y nombre nunca hubiera llegado a conocerse, a no ser por un acontecimiento que cambió por completo mi vida y creo que la de la humanidad.  Por  las noches me gustaba contemplar a través de la única puerta de la casa, las estrellas que brillaban de una manera sorprendente y que me hablaban de un Dios poderoso y bello, creador de todo el universo. Un amanecer, contemplando ese cielo inmenso, un personaje rodeado de luz, con un fulgor más grande que la luna, se acercó a mí y desde afuera me saludó de una manera que reflejaba un profundo respeto: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”.  Aquel ser misterioso me invitaba a alegrarme, pero con una alegría muy especial que vendría seguramente de Dios, pues de hecho mi corazón siempre desbordaba de alegría. Naturalmente que me quedé sorprendida y el ángel, así lo llamaré en este momento, lo notó y quiso poner las cosas en su lugar: “No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. Vas a concebir y a dar a luz un hijo, le pondrás por nombre Jesús. Él  grande y será llamado Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David su padre y él reinará sobre la casa de Jacob y su reinado no tendrá fin”. Esto encendió en mí una serie de sentimientos encontrados, pues me habían dicho que Dios era poderoso, que no necesitaba de los mortales, y ahora resultaba que él necesitaba de nosotros, y de una chiquilla como yo, para acercarse a los hombres, y siendo el que todo lo puede, me estaba suplicando que aceptara la maternidad de su Hijo para acercarse a los hombres y hacerse uno más entre ellos para acercarlos  a su vez a Él. 

 Era una profunda delicadeza del Dios altísimo. Peo en ese momento recordé que a pesar de mi corta edad yo ya era una mujer casada, desposada con José, un artesano, un carpintero, alguien tan pobre como yo, pero que era descendiente del Rey David, con quien me habían casado mis padres. También en este momento el ángel tenía ya la respuesta: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, el Santo, que va a nacer de ti, será llamado Hijo de Dios”.  Todo era nuevo para mí. La criatura que Dios pondría en mi seno sería Hijo de Dios pero también mío y la paternidad le vendría no de mi marido sino de Dios mismo, pero estaría en la línea del Rey David que quiso construirle un templo a Dios y en cambio éste le prometió una herencia eterna. ¿Podría yo negarle algo a Dios que se me manifestaba tan amorosamente? ¿Hubiera podido negarme cuando el destino de toda la humanidad estaba en juego? Todo fue que yo dijera que sí, para que se obrara el prodigio, y desde entonces el Niño que se encarnó en mi seno, fue patrimonio de la humanidad, o mejor, la humanidad fue desde entonces patrimonio de Dios que así nos pudo salvar a todos. 

A nosotros nos toca ahora usufructuar maravillosamente el sí de María, aceptando como el Salvador a su propio Hijo.