Fiesta. Sagrada Familia de Jesús, María y José

Lucas 2, 22-40: Los sacerdotes no se fijaron en nosotros porque eramos pobres

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

Los días habían transcurrido muy aprisa desde el día del nacimiento de mi Hijo Jesús. Estábamos lejos de casa y entre desconocidos, pero no nos había faltado nada. Nada teníamos cuando llegamos a Belén, hubo un momento de zozobra cuando no encontrábamos hospedaje y el alumbramiento ya lo sentía tan cerca. Pero todo se arregló y cuando las gentes buenas se dieron cuenta de mi necesidad, nada nos faltó. Hasta aquel lugar improvisado como nuestra casa, los vecinos se encargaron de nuestros menesteres. Hasta nos sentíamos en confianza, pero había que marcharse. Los centavos no nos sobraban y había que pasar por Jerusalén para la visita al Templo, para presentar a nuestro hijo al Señor que nos lo había dado. Lo tomé en mis brazos, y ¡cómo brillaba su rostro en esa mañana! Parecía que el sol entero estaba ahí, tal como los cristianos, más tarde,  pretenderían colocar el cuerpo de mi Hijo aprisionado en una custodia y rodeado de resplandores de oro y plata para darle culto. Nos despedimos de los buenos vecinos que se quedaron tristes y hubieran querido prolongar más nuestra estancia, pero hubo que tomar el camino y por fin, se llegó el momento de nuestra entrada al impresionante templo de Jerusalén. Llevábamos nuestra pequeña ofrenda consistente en dos tortolitas que mi marido José había tenido que comprar a la entrada con unos mercaderes ávidos de dinero.  Entregamos nuestra ofrenda, el sacerdote la tomó distraídamente, pero como éramos pobres, ni siquiera se fijó en nosotros ni en nuestro hijo.  

 

Todo habría pasado desapercibido, a no ser porque con gran sorpresa mía, un ancianito me abordó con una petición extraña: Quería tener un momento a mi Hijo en sus brazos. Nos inspiró tal ternura a mi marido y a mí, que no dudamos en entregárselo. Y cuando lo tuvo en su regazo, no cesaba de llorar y de suspirar, al mismo tiempo que le daba gracias a Dios de poder tener, según el decía, al Mesías en sus brazos, según se lo había pedido muchas veces al Dios de los cielos.  Y mientras sonreía y lloraba, levantando el niño en lo alto, como queriendo mostrarlo a todo mundo, dio gracias a Dios por permitirle ver al Salvador del mundo, luz que alumbra a las naciones y gloria de nuestro pueblo, Israel. Quizá sin entender totalmente sus palabras, iba anunciando que aquel pequeño niño estaba puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel y en el mundo entero. Y de paso, sin querer herirme, pero muy claramente me anunció que una espada atravesaría mi alma. Fue un presagio de todo lo que ocurriría en mi vida, pero si mil veces tuviera que sufrir por aquella criatura, mil veces volvería a vivir para darle todo a aquella criatura encantadora que Dios le daba a la humanidad.  Desde entonces nuestra vida no estuvo exenta de peligros, pues había quién quería ponerle la mano encima a nuestro querido bebé. Pero ahí estábamos sus padres, para eso estábamos, para protegerlo y hacerlo crecer y madurar hasta entregar íntegro, maduro, sólido al Hijo de Dios encarnado, que por su pasión y su cruz nos haría ver a todos la luz de la resurrección y de la paz. Después de algunos años en Egipto, nos establecimos finalmente en Nazaret, donde el niño todo lo iluminaba. Ahí vivíamos en un respetuoso silencio, que solo era turbado por la risa y las manitas acogedoras del pequeño que crecía y crecía entre la admiración de las gentes. Él aprendía pronto, primero a levantar las manitas hacia Papá Dios, luego pequeñas oraciones y finalmente los salmos que él recitaba de memoria con una unción y una piedad que nos contagiaba a todos. Vivíamos en la presencia de Dios y la verdad el amor y el cariño que irradiaba aquel jovencito, nos unía más entrañablemente a mi marido y a mí. Nuestra puerta siempre estaba abierta, siempre teníamos quién tocara a la puerta, y aunque éramos pobres, nunca faltaba un taquito para cualquier vecino necesitado y cuando no tocaban, mi hijo mismo se encargaba de llevar el caldito de pollo a la vecina que acababa de dar a luz. No teníamos mucho que ofrecer, pero mi Hijo se encargaba de que todo obsequio alegrara las necesidades de propios y extraños. Era la luz que nosotros podíamos ofrecerle a nuestro mundo, la luz de Cristo Jesús, lo mismo que podrá hacer cualquier familia en cualquier lugar de nuestro mundo.