Fiesta. Bautismo del Señor

Marcos 1, 7-11: “Tú ya no eres mi hija…”

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

Jesús dejó de ser un niño y un adolescente y un día sintió que ciclo de crecimiento en Nazaret había acabado. Para él habían terminado los días de preparación a la misión a la que lo llamaba su Buen Padre Dios. Se acababan las largas jornadas de trabajo cerca de su padre en adopción, José. Ya había aprendido muchas cosas de la dulzura, la delicadeza de su madre María, siempre pendiente de los más pobres de su comunidad, aunque ellos mismos eran pobres. Ya se acababan las noches de oración aunque esos momentos se irían acentuando a medida que se acercaba al momento crucial de su vida. La despedida de su madre fue emotiva pero María nunca se desprendió de él pues a distancia, siempre seguía los pasos y las palabras de su Hijo Jesús.

Dejando las fértiles tierras de Galilea, se remontó a las áridas montañas de Judea, donde por aquellos días había aparecido un profeta muy duro, que golpeaba despiadadamente las conciencias de los hombres, intentando librarlos de una condenación segura. Juan el Bautista había hablado varias de veces de Cristo pues él tendría que darlo a conocer al mundo. Y un día, sorpresivamente, Cristo apareció formado en la fila de los pecadores para ser bautizado por Juan en el Jordán. Fue grande el desconcierto de éste, cuando sintió la presencia de Cristo, y más, cuando Cristo le pidió de rodillas que lo bautizara. Y el bautista pidió perdón y se disculpó con Cristo por no bautizarlo porque se sentía indigno, y porque más bien Cristo debería bautizarlo a él. El amigable forcejeo terminó cuando Cristo fue sumergido en el río Jordán. Cristo no necesitaba ese rito. No tenía pecado, pero se metió al agua, llevando los pecados de toda la humanidad, y para purificar el agua con la que los hombres deberían ser bautizados desde entonces si es que querían entrar en contacto con el Dios verdadero, satisfaciendo así esa ansia que los hombres tenemos de agua, tal como lo anunciaba Isaías muchos siglos antes: “vengan, vengan los que están muriendo de sed, vengan por agua”.

Chorreando todavía de agua, empapado con las aguas del Jordán, ocurrió lo verdaderamente importante, lo que Cristo esperaba y aquello a lo que había venido. Estando en una profunda oración, los cielos se rasgaron y de ahí una voz misteriosa. Un rasgarse que ya deseaba el mismo Isaías junto con toda la humanidad: “Ojala que se rasgaran los cielos y brotara el salvador”. Aquél momento había llegado, y detrás de la nube misteriosa que cubrió a Cristo aquella voz estentórea, vibrante: “Este es mi Hijo amado en quien tengo todas mis complacencias, todo mi amor. Escúchenlo”. Y al mismo tiempo, el Espíritu Santo en figura de paloma descendía sobre Jesús el Cristo. De manera que ahí estaba el secreto del bautismo de Cristo. Fue su presentación en sociedad. Era decirles a los hombres que él era el hombre del Espíritu. Si su nacimiento en Belén fue su manifestación a los más pobres, a los más sencillos. si el dejarse acercar de los magos o santos reyes fue su epifanía o manifestación universal, a todos los hombres, ahora su bautismo fue su manifestación absoluta, en plenitud, de su divinidad. El bautismo de Jesús no sólo fue entonces su propia manifestación, sino la manifestación misma de la Trinidad que se vuelca en amor, en salvación, en perdón, en cercanía, en abrazo, en corazón a todos los hombres en la persona de jesús, el Cristo, el Hijo de Dios. Y me emociona pensar que esa palabra del Padre: “Éste es mi hijo amado…” se pueda decir de todos los que hemos recibido el bautismo, como la gran invitación a vivir en la intimidad del amor del Padre, amando y sirviendo a todos los hombres, hermanos en Cristo Jesús. Qué gran diferencia con los padres de este mundo que ante la caída de su hija llegan a pronunciar aquella sentencia terrible: “ya no eres mi hija, tú ya no tienes padre…”