VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Marcos 1, 40-45: Para matar a la chinche, hay que quemar el petate.

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

También Cristo hizo sus pininos como taumaturgo, como curandero. Tuvo que aprender. Y en el camino le fueron saliendo mejor las cosas, y no porque hubiera echado a perder como cuando nosotros nos enseñamos. Ese día sucedieron muchas cosas intrépidas, atrevidas, que rompían los moldes de todo lo establecido. El primero en entrar en escena fue un leproso que atrevidamente se acercó a Jesús para ser curado. Fue grande su atrevimiento porque la lepra y en general cualquier enfermedad de la piel, imposibilitaba a las personas a la convivencia y a la vida en familia. Cuando se trataba de verdadera lepra, el enfermo era declarado enfermo, y además pecador, y además proscrito, tanto en lo civil como sobre todo en el terreno religioso. Ser leproso era ser un muerto en vida. Sin sanidad, no había santidad. El leproso tenía que alejarse, y sus cosas, su ropa, sus objetos eran quemados y su casa era fumigada y no podía tocarse nada de lo suyo. Cuando alguien se acercaba, tenía que gritar y advertir de su cercanía y del posible contagio al que se atreviera a acercarse. Por eso nos parece un gran atrevimiento el de aquel hombre que tomando de sorpresa a Cristo y a sus acompañantes, se postró de rodillas, y lejos de advertir de su enfermedad, simple y llanamente le espetó a Jesús: “Si tú quieres, puedes curarme”. ¡Bendita palabra y bendito atrevimiento! ¡Qué modelo de súplica para los que nos gusta darle muchas vueltas al asunto! Él fue directamente al grano. Y a Cristo no le quedó escapatoria. Tenía ante él a un enfermo, pero también a un proscrito, a un condenado en vida. Lo habían echado y lo abandonaban a su triste suerte. Los estudiosos no se acaban de poner de acuerdo sobre lo que Cristo sintió al momento de tener al leproso frente a él  Parece que fue rabia, enojo, por ver  la triste situación a la que la sociedad había condenado a aquél hombre y a tantos otros. Pero lo que sí se destaca, es la compasión de Cristo por aquél hombre, y realizando un gesto inusitado, intrépido, tocó a aquél hombre, lo tocó suave y fuertemente entre sus manos, al mismo tiempo que le decía: “Sí quiero: Sana”.  Cuando Cristo se atrevió a tocar al leproso, estaba él mismo contraviniendo las leyes de su pueblo, y se hacía él mismo impuro y apartado de las gentes. A Cristo no le importó, porque no era Dios el que tenía esclavizado y apartado a aquél hombre, sino la sociedad, que en un afán de protegerse, condenaba así a aquellos hombres a un tremendo ostracismo.  

Cristo rompió los moldes, y se declaró partidario de los que sufren, de los que han sido aislados, de los que han sido echados fuera como si fueran perros rabiosos.  Es fácil condenar a los que condenaban a los leprosos, pero si bien lo vemos, nosotros también echamos de nuestras vidas a muchos hombres y a muchas mujeres. ¿Se te ha ocurrido concurrir un día a una fiesta y sentarte junto a un enfermo de SIDA, frente a ti a una prostituta, a tu derecha a un pobre de solemnidad, y a tu izquierda un drogadicto o tu propia sirvienta? ¿Verdad que también nosotros condenamos a muchas clases de gente porque no son como nosotros, porque no son de nuestra clase? Como me gusta recordar lo que pasó en un viaje transatlántico, con un avión repleto, con una mujer aria que gritaba desaforada a la tripulación porque la habían sentado junto a un “repugnante” negro. Pedía que la cambiaran de lugar, frente a todos los pasajeros que estaban modestísimos con su actitud. La azafata, después de consultar con el capitán de la nave, se dirigió a la señora con voz perfectamente audible: “Señora, su petición ha sido escuchada. Le vamos a pedir al señor, invitando al “negro”,  que tenga la bondad de ocupar el lugar reservado para él en la sección de ejecutivos”.  

Que no nos atrevamos a lanzar nuevas esclavitudes y nuevos destierros, que como cristianos tendamos lazos de amor, de unidad y de paz entre todos los hombres. Y que viendo nuestra propia condición humana, sujeta a tantas limitaciones, podamos pedir con la misma simpleza y con la misma intrepidez: “Si tú quieres, puedes curarme”.