VII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Marcos 2, 1-12: Soy chato pero me las huelo

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

Las noticias se iban sucediendo unas  a otras y se convertían en una bola de nieve que crece y  baja por la montaña y que nadie puede parar. A Jerusalén iban llegando datos cada día más claros de la aparición de un predicador que comenzó con un grupo de doce personas y que gracias a su labia, a su poder de convencimiento y a algunas señales prodigiosas que iba obrando entre las gentes, ya se podían contar por miles y miles sus seguidores. El predicador de la oscura y pagana Galilea, atraía, efectivamente,  a las multitudes con ciertos milagros que hacía, curando entre otros a un mugroso leproso que él había tocado con sus propias manos atrayendo sobre sí la maldición estipulada en las costumbres de los mayores. Pronto se supo que aquél hombre se llamaba Jesús y había venido desde el corazón de Galilea,  de un oscuro poblado llamado Nazaret. Había que hacer algo. Este hombre se estaba convirtiendo un verdadero quebradero de cabeza para el templo de Jerusalén, para las costumbres de los mayores y aunque no se quisiera decir, también para la economía de las arcas del templo y de sus representantes, pues Jesús no pedía absolutamente nada a cambio de sus favores. No fuera a ser que pronto aquél hombre se atribuyera lo escrito por el profeta Isaías: “No recuerden lo pasado ni piensen en lo antiguo; yo voy a realizar algo nuevo. Ya está brotando, ¿No lo notan? Voy a abrir caminos en el desierto y haré que corran los ríos en la tierra árida. Si he borrado tus crímenes y no he querido acordarme de tus pecados, ha sido únicamente por amor de mí mismo”.   

Por eso, rápidamente se formó una comisión de escribas que fueran a seguirle los pasos a Jesús. No tendrían que decir nada, sólo mezclarse entre la gente, y luego venir a informar. La comisión se presentó entonces una mañana en Cafarnaúm, en la casa de un pescador llamado Pedro, donde el Cristo Jesús despachaba esos días. A duras penas encontraron acomodo entre las gentes, pues todos querían escuchar al maestro. Cuando éste apareció, se hizo un profundo silencio y comenzó a hablarles de las maravillas del Reino. No había pasado mucho tiempo desde que Jesús comenzó a hablar, cuando tuvo que interrumpir su palabra porque cuatro hombres, con gran estrépito fueron bajando una camilla en la que se encontraba un paralítico de nacimiento. Cuando fue colocado frente a Cristo, éste dio dos pasos y mirando con gran cariño al paralítico, le dijo: “Tus pecados te quedan perdonados”. El rostro de aquel hombre brilló con la profunda alegría que experimentó al ser perdonado de todos sus pecados.  

En la comisión de escribas voltearon a verse unos a otros, pensando: “Ya está, este hombre es un blasfemo, nadie puede perdonar pecados sino solo Dios. Ya podremos informar ampliamente a los que nos han enviado. Ya no necesitamos oír más”. Pero la venerable comisión estaba llamada a presenciar algo que dejó extasiados a todos los presentes. Cristo, volviéndose a los escribas, de una manera directa y sin que cupiera dudas, de que a ellos de dirigía, volvió nuevamente su mirada hacia el paralítico y le mandó autoritativamente que se levantara, que tomara su propia camilla y se dirigiera a su casa. Y así ocurrió, aquél hombre sintió en un momento un calor indescriptible, que recorría su cuerpo de pies a cabeza y en un momento pudo ponerse de pie por primera vez en su vida. 

Aquí termina la narración, y sólo nos quedan unos cuántos renglones para concluir, dando gracias a Dios por haber dado a su Hijo Jesús  y a su Iglesia. el poder de perdonar los pecados, pues uno de los nombres del amor es el perdón. Y cada vez que nosotros somos capaces de perdonarnos, se manifiesta en nosotros el amor misericordioso de nuestro Buen Padre Dios. Lo cual nos invita a ir más allá del perdón mismo, hasta convertirnos en promotores de la liberación total de nuestros propios hermanos, tal como Cristo que no solo perdonó, sino que levantó caminando al paralítico.