I Domingo de Cuaresma, Ciclo B

San Marcos 1:12-15: No era tan mala la reata, sólo estaba mal torcida

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

Siempre fui un triunfador.  Mi carrera fue realizada con las mejores calificaciones y gracias precisamente a mi dedicación a los estudios logré entrar en un tiempo record a la Suprema Corte de Justicia de mi nación. Me llamo Fernando. Y gracias a mi facilidad de palabra, con mucha frecuencia era llamado para conferencias en las mejores universidades de mi país e incluso del extranjero. Tengo 55 años y siempre creí entonces que todo me sonreía en la vida. Fui bautizado e hice mi primera comunión, no faltaba más y mi boda con Elizabeth fue de lo más lindo en la Iglesia de mi pueblo. Pero creo que fueron las únicas veces que yo estuve en la Iglesia. Me creía demasiado importante. Fue precisamente en París, donde hubo un cambio radical en mi vida. Estábamos en un receso en un simposium sobre cultura judicial, cuando aprovechando la cercanía, me dispuse a conocer la Catedral de Notre Dame en el centro de la Ciudad Luz. Estaba extasiado contemplando los fastuosos vitrales, la majestuosidad de las naves y la cantidad de velas con que los fieles quieren manifestar su fe, cuando vagamente escuché, sirviéndome del francés aprendido en un buen colegio, a un sacerdote que proclamaba: “El Espíritu impulsó a Jesús a retirarse al desierto, donde permaneció cuarenta días y fue tentado por Satanás. Vivió allí entre animales salvajes y los ángeles le servían”. ¡Qué desperdicio! Pensé yo. Si Cristo era tan importante como se dice, cómo era posible que se retirara tanto tiempo sin atender a las gentes a las que él había sido enviado. ¿Y porqué precisamente al desierto? ¿Acompañado de las fieras y animales salvajes del desierto? ¿Estaría queriendo repetir los primeros días de la creación? ¿Y servido por los ángeles? ¿No que estaba solo? Eran muchas preguntas que yo no tenía ganas de contestar, y seguí en mi recorrido por aquella magnífica catedral.

El día transcurrió sin nada notable, pero cuando llegué a mi hotel, sólo,  de pronto surgió la Palabra oída y eso desencadenó una serie de emociones y sentimientos encontrados, y me dí cuenta que en pleno centro de París, yo estaba entrando en mi propio desierto, pues en un instante,  me vi desnudo ante mí mismo. No era en ese momento el triunfador, el experto en leyes que todos consultaban. Pedí que no me pasaran ninguna llamada, y comencé a darme cuenta que yo iba solo por el camino y por la vida. Tenía una familia, sí, pero estaba muy alejado de ella. Mi esposa era una extraña para mí. Después de una agotadora jornada de trabajo, siempre me dejaban gruesos expedientes que yo tenía que estudiar de noche, en casa, porque al día siguiente teníamos plenario en donde yo era el relator. Mis hijos ya sabían que mientras yo estuviera en casa, nadie podía hacer ruido, porque yo estaba estudiando. Nunca había acompañado a mis hijos a la celebración de la Misa los domingos, porque eso no me hacía falta, según yo pensaba. De manera que estaba alejado de todo y de todos y había llegado a pensar que mis leyes y mis estudios y mi sabiduría eran mi felicidad y que yo dejaría un inmenso legado a la humanidad. Pero vivía en profunda soledad y yo no me había dado cuenta. Y fue entonces cuando recordé lo que esa misma mañana había oído en catedral, el gran mensaje de Jesús al comienzo de su vida pública: “Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio”. Era lo que a mí me hacía falta, volver a Jesús y darme cuenta que él es el único que puede dar sentido a nuestra vida y el único que puede afianzar nuestra relación con los demás. Cuánto bien me hicieron  aquellas largas horas en el silencio de mi hotel. No dormí esa noche. Por la mañana, lo primero que hice fue llamar a casa, para pedir perdón por haberlos tenido tan lejos de mi corazón y por haber pensado que yo era el centro de todo y la medida de todo en mi hogar. Después, con plena ciencia y conciencia, regresé a la Catedral de París, donde me había llegado aquella Palabra Salvadora, hice una confesión profunda de mis pecados y pude escuchar de labios del sacerdote, aquellas palabras que volvieron la paz y el sosiego a mi corazón: “Yo te perdono todos tus pecados”. Fue el inicio de una nueva vida. Ahora sigo entregado a mis leyes, a mi trabajo, pero ahora cuento con mi familia, con mi mujer, y sobre todo cuento con Cristo como el amigo, el Salvador, el que orienta, el que se convirtió para mí, en el Camino, la Verdad y la Vida.