II Domingo de Pascua o Domingo de la Divina Misericordia, Ciclo B.
Juan 20,19-31:
Los Apostoles ya no soplaban

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

¿A quién no le hubiera gustado estar aunque fuera en un rinconcito, acompañando a los apóstoles de Jesús el día en que pudo reunirse nuevamente con ellos después de su muerte y luego de su anunciada resurrección?  El volvía  nuevamente a la vida, pero  no ya la que tenía antes, la de Nazaret, la de los caminos, la de las controversias con los Judíos, sino la Vida, vida con mayúscula que el Padre le regalaba por su obsequio en la cruz.  Pero porque era otra Vida, todos los que se encontraron con él tuvieron dificultad en reconocerlo.  Así pasó con la Magdalena, que lo confundió con el jardinero, lo mismo que los discípulos de Emaús, que no lo reconocieron aunque él les acompañó en su camino de regreso a casa.  Y así pasó con los mismísimos apóstoles, que al momento del encuentro con el Maestro, que les llevaba su gran trofeo, la paz, no daban pie con bola.  Ellos se quedaron como bobos, y fue necesario que Jesús volviera a saludarles, enseñándoles además las huellas de sus clavos, para que entonces sí se llenaran de alegría  y de regocijo, y saltaran de gusto y se abrazaran unos a otros.  

Entonces aprovechó  Jesús esa ocasión para hacer un gesto inusitado: soplar sobre ellos, de la misma forma que el Padre sopló sobre aquella figura humana para darle alma, vida y corazón. En esta ocasión Cristo soplaba sobre ellos para hacerlos hombres nuevos, criaturas nuevas, dándoles al Espíritu Santo para que fueran por el mundo perdonando a sus hermanos sus pecados, curando sus dolencias y pesares.¡Qué gran  misericordia de Cristo que perdona  nuestros pecados! 

Pero ahí no paran las sorpresas en los  encuentros con Cristo.  Tomás, uno de los once, no estaba con ellos, vayan ustedes a saber porqué no se encontraba ahí cuando todos estaban reunidos y vagamente  esperaban la venida del Señor. Tomasito se puso necio cuando con grandes muestras de alegría le anunciaban que el Señor Jesús ya había estado con ellos. Él  los mandó a la porra, por dos razones, porque los conocía bien, y porque él mismo estaba desilusionado. Lo primero, él los conocía a todos, a Pedro, voluble hasta la pared de enfrente, quien  había negado a Cristo cuando más lo necesitaba, a Santiago y Juan que querían los primeros lugares en el Reino de los cielos, a otro de ellos que había sido de una secta de las más intrigantes, y a Mateo que había sido recaudador de impuestos y estafador, y estaría muy en la mente la trágica acción de Judas que por ambición había traicionado al Maestro hasta llevarlo a la muerte. ¿Cómo creerle a esa clase de gente? Siento que hoy estamos haciendo lo mismo. Mucha gente no cree porque nos ve actuar a los cristianos que decimos una cosa, pero hacemos otra. Es una gran responsabilidad, pues de nuestra actitud depende que mucha gente no sólo no se aleje, sino que vuelva al camino del amor, de la justicia,  de los sacramentos y de la Iglesia.

Luego,  Tomás estaría desilusionado consigo mismo porque él había afirmado delante de sus hermanos que cuando Cristo subiera a Jerusalén, todos estaban dispuestos a ir con él hasta la muerte,  y sin embargo, cuando vieron que lo hacían prisionero,  él corrió cobardemente a esconderse juntamente con el resto de la pandilla de Jesús. Pero Jesús fue tan bueno, que en la segunda vez que se deja ver de sus apóstoles, inmediatamente se dirigió  a Tomás,  y le mostró lo que éste quería,  ver y tocar las huellas de su cuerpo. Cristo se lo permitió, pero Tomás no resistió  y cayó al suelo presa de un gran remordimiento,  pero poseído por una fe tan grande, que fue capaz de hacer precisamente el primer acto de fe en la divinidad de Cristo Jesús: SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO.

Gracias, Tomás, porque tu aparente incredulidad, hizo  que Cristo se moviera a compasión de los que no tuvimos la oportunidad de contemplarlo, pero que tenemos una dicha mejor: poder recibir en nuestra persona al Cristo mismo en el sacramento de la Eucaristía.