V Domingo de Pascua, Ciclo B.
San Juan 15,1-8:
¿Tambien Cristo se echaba sus buenos vinos?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

La vid, los sarmientos, el vino, ¿cuándo entraron en contacto con Cristo? No sabemos si María y José tendrían su propio plantío para el vino anual, si se consumiría habitualmente en casa como era costumbre en esos lugares que rodeaban al Mediterráneo, pero Jesús sabía de su existencia, porque muchas veces participó en las fiestas de boda de su terruño, fiestas que congregaban alegremente a las gentes sencillas, que compartían por varios días su alegría y su gozo de ver a dos familias unidas y todo el pueblo participando. Ahí circulaba el vino. Y también es cierto, que Cristo realizó la  primera señal de su misión y de compromiso con los hombres, transformando el agua que servía para las purificaciones rituales de los judíos, en exquisito vino.  Ya este mismo hecho es una señal en Cristo, pues las dichosas purificaciones y el ritual del agua no tendrían más sentido, cuando él estaba dando de su vino, que a últimas de su vida, él mismo transformaría en su sangre, que daría a beber a los suyos como fortaleza y alimento para el camino de la vida.  

Por eso nos sorprende ahora Cristo diciéndonos que él es desde ahora la vid verdadera y su Padre el viñador. Se trata de palabras pronunciadas por Cristo precisamente en la última cena, cuando ya no eran presagios, sino una realidad, que uno de ellos lo entregaría en manos de sus enemigos. Por eso la insistencia de Cristo casi hasta el cansancio, de que los que son suyos, los que le pertenecen, puedan vivir íntimamente unidos a él para poder dar fruto, de la misma manera que los sarmientos no pueden madurar y llegar a dar verdadero fruto si no están unidos a la vid. Es sorprendente que Cristo use hasta siete veces el mismo verbo, “permanecer”, para inculcar a los suyos la necesidad de gozar de su amor, de su Espíritu y de su entrega, con una pertenencia y una cercanía que sea también presagio de amor, de entrega, de correspondencia, al que dio su vida por nosotros en la cruz.

Esto sería en verdad de considerar en el momento que estamos viviendo. Un tiempo de emergencia, un tiempo en que nos damos cuenta de que a pesar de los avances de la ciencia y de la medicina, a pesar de los descubrimientos, muchos y diarios en todos los ámbitos, a pesar de nuestros sueños de grandeza, la enfermedad nos hermana y nos hace comprender que nuestros días son cortos y están contados sobre la tierra. Estamos en tiempo de epidemia, en que el contagio es fácil, cosa que en otros tiempos llenaba de miedo y de terror a las gentes que buscaban desaforadamente librarse de la enfermedad. Hoy se han extremado las medidas preventivas que nos hacen prever que la emergencia será corta y que la enfermedad será vencida.  

Sin embargo, esta epidemia bien puede ser un test o una encuesta que nos indique qué tan cerca o qué tan lejos andamos de los caminos del Señor. Y a juzgar por lo que hemos visto en estos días, el panorama no es alentador. Ciertamente las recomendaciones episcopales son un llamado a la prudencia, a remarcar la no obligatoriedad de la Misa dominical en el tiempo de contingencia, pero precisamente los templos semivacíos de estos días, nos hacen pensar que Cristo está lejos de las grandes determinaciones de los hombres, y de que luego que pase el peligro, ya volveremos a asomar las narices por la Iglesia. ¿No sería el tiempo de correr, y postrarse de rodillas, y organizar rogativas pidiendo ayuda para el camino de los hombres? ¿O        pensamos que vamos a seguir resolviendo solos nuestros problemas? Sin duda alguna que nos será de tremenda utilidad, volver a escuchar una y mil veces el texto evangélico señalado para este domingo: “Permanezcan en mí y yo en ustedes…yo soy la vid, ustedes los sarmientos… el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí nada pueden hacer”.