XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 7,31-37:
¿Favoritismos para los ricos y trancazos para los pobres?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda 

 

 

“Mis padres tuvieron un matrimonio de conveniencia, me escribe Joel Eduardo. Los dos querían salir de casa y les importaba un comino la vida en común propia del matrimonio. Había que desprenderse de los papás y ya. De cualquier manera nací yo, y comenzó mi calvario, unos días en casa con la sirvienta, otros días en la guardería, otros con la abuela materna y así transcurrían los meses y los años. Llegó la primaria,  la  secundaria,  pasó la prepa, y yo me sentía sin saber quién era, ni porqué me habían  traído ni hacia dónde me dirigía. Era un sordo porque ninguna voz me daba aliento, y era mudo porque a nadie le interesaba lo que yo dijera, además de que eran pocas cosas las que yo podía comunicar. Ya estando en la universidad, en la facultad de psicología, tuve la agradable fortuna de conocer a Nelly, que tuvo una importancia decisiva en mi vida futura y en mi fe. Ella me tomó con gran delicadeza bajo su cuidado y poniendo mucho bálsamo en sus palabras, poco a poco fue sacando de mis profundidades la gran riqueza que Dios había puesto en mí, y las muchas potencialidades que fue dejando caer en mí. Cada que yo me acercaba a ella, me sentía transformado. Y sentía poco a poco que de algo más estaba necesitado mi corazón. Nelly me ayudó a descubrir que dentro de mí había una voz más interior que yo mismo y una fuerza que era capaz de mover montañas. Metidos en las profundidades del interior del hombre, por nuestros estudios, hubiera podido quedarme ahí, pensando que eso era el hombre y nada más. Con la ayuda de la que llegó a ser mi esposa, descubrí que lo que a mí me hacía falta era Dios, el Creador, el que daba sentido a la vida y al ser del hombre y el que explicaba todos los mecanismos interiores de nuestro cerebro y de nuestro pensamiento.  

Y un día me fue anunciado que Dios tiene un nombre y ese nombre es Padre, que no vive aislado, que tiene un Hijo cercano a los hombres, tan cercano que se hizo uno más de ellos, Jesucristo, y que existe una tercera fuerza a través de la cuál nosotros podemos entrar en contacto con ese Dios cercano y lejano a la vez. El Espíritu Santo. Y fui invitado a participar del bautismo en la Iglesia católica. Fue el gran día para mí, porque entonces acabó para mí el silencio en el que había vivido toda mi juventud, un silencio de Dios y acabó para siempre la mudez que me había caracterizado y pude hablar a mis hermanos de las maravillas de un Dios que salva pero no desde fuera, sino desde la profundidad misma de nuestro ser. Cuando me fue entregado el Evangelio, pude aquilatar la cercanía de Cristo que muchos siglos antes se acercó a otro sordo y mudo al que logró hacer salir de su encerramiento. Fue en tierras paganas para mostrar que para Dios ya no hay acepción de personas, porque todos valen lo mismo ante él. Las gentes le presentaron al hombre. Jesús lo tomó con gran cuidado, lo apartó discretamente de las gentes, y luego con gran delicadeza, metió sus dedos, benditos dedos, en los oídos del hombre, y como siguen curando hoy las madres a sus hijos cuando se han caído, le tocó la lengua con su saliva, y todavía, mirando al cielo, suspiró y le dijo tajantemente: ¡Ábrete!, más elegantemente “Efetá”. En ese momento el hombre quedó curado y comenzó a oír y a hablar sin ninguna dificultad”. 

Así me escribió Joel Eduardo, que vino en mi ayuda con su carta, que he transcrito con pequeñísimos cambios para mis lectores, para invitarles, ya que todos están bautizados, porque creo que no me estará leyendo ningún budista ni un mahometano, a que hagan esa labor de interiorización, de oración, para darse cuenta de que dentro de nosotros bulle el Espíritu de Dios que nos quitará nuestra sordera y hará realidad la palabra de Isaías: “Se iluminarán entonces los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Saltará como un venado el cojo y la lengua del mudo cantará”. Todos a proclamar las maravillas del Señor que nos ha salvado en su Hijo Jesucristo.