XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 10, 46-52:
Un ciego lloraba un día, porque su espejo quería

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda  

 

 

Cuando las gentes me hablaban del sol que inundaba todas las cosas y las teñía de color, yo no sentía ninguna emoción, cuando las gentes se reunían en torno a una mesa para comer su sopa caliente, yo me contentaba cada día con un mendrugo de pan en la puerta de mi pocilga. Cuando los niños jugaban a las alcanzadas, yo tenía que contentarme con sus risas y cuando los muchachos de mi edad comenzaban a dormir calientitos con su mujer, como los matrimonios los tramitaban los papás y yo no los tenía, siempre sentí mi lecho frío y en silencio. Yo era ciego. Cuando mi madre me dio a luz, que fue lo último que hizo, nadie se cuidó de limpiarme y la luz nunca llegó a mis ojos, pero sí pude gritar fuertemente. Un día, cuando yo era pequeño,  mi padre se marchó a trabajar a las  inmediaciones del Mar Muerto y me dejó en la más profunda de las soledades. Sólo doña Séfora, que era vecina, se ocupaba de vez en cuando de mí. Ella me llevó al mercado del pueblo para que las gentes me socorrieran, y sí lo hacían, pero otras se encargaban de robarme de noche, aprovechando el silencio y la oscuridad. De todas maneras no los hubiera conocido. 

En esa profunda soledad en la que me encontraba, un día se comenzó a oír de la venida  de un profeta que hablaba palabras de vida y de salvación, que acogía con cariño a los pecadores, que tenía palabras de compasión para los más desprotegidos, los pobres, los niños y las viudas, y que además de un trato fino, caritativo y amable, cuando había necesidad, había llegado a curar a los enfermos, había quitado la sordera a algunos, había hecho caminar a los paralíticos, había dejado limpios a los enfermos de la repugnante lepra e incluso había hecho ver a los ciegos. Y creía que había llegado el momento que Dios tenía reservado para mí, recordando aquello que había dicho Jeremías: “Retorna una gran multitud, vienen llorando, pero yo los consolaré y los guiaré, entre ellos vienen el ciego y el cojo, la mujer encinta y la que acaba de dar a luz, los llevaré a torrentes de agua por un camino llano en el que no tropezarán”.   

Y ese día llegó. Cristo,  así se llamaba el profeta, salía de Jericó, y sentado al borde del camino comencé a oír la algarabía que formaban las muchas gentes que le rodeaban. Y comencé a gritar, y a gritar, tan fuerte como el día de mi nacimiento, pidiéndole compasión, pero mientras más gritaba, más pretendían callarme las gentes que le rodeaban, para que no lo distrajera y pudiera encargarse de las muchas peticiones  que ellos mismos  le querían hacer. Comprendí que ellos eran más ciegos que yo y que nunca se compadecerían de las necesidades del prójimo. Yo estaba sin ojos, pero no sin voz y por eso seguí gritando, hasta que Jesús mandó llamarme. No necesité nada de aquellos egoístas, y poseído de una fuerza que no era mía, abandonando mi manto que me acompañaba como fiel compañero, de un gran salto me coloqué frente a él. Debió ser un hombre grande, fornido y joven. Sin poder verle, nuestra conversación fue extremadamente breve, directa, pero donde yo sentía su gran amor: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Y mi único grito fue: “Señor, que pueda ver”.  Y el efecto vino de inmediato. Cristo sólo dijo: “Vete, tu fe te ha salvado” y al instante sentí un gran calor en mis ojos, y se obró la maravilla, pude contemplarle a él por primera vez. Y como ya nada me ataba a Jericó, y me dispuse a seguir al Maestro en aquella subida precipitada a Jerusalén donde  él moriría poco después. Ya no hizo más señales milagrosas. La mía fue la última, como mi madre al darme a luz. Ese día volví a nacer y vino la alegría para mi corazón, la fe para mi contento y la invitación para nunca más dejar de seguir a Cristo por el camino difícil de su cruz, el que los remilgosos de sus apóstoles no querían seguir,  pero que hizo que muchas gentes en el mundo también pudieran tener la luz de la fe.