IV Domingo de Adviento, Ciclo C
San Lucas 1,39-45:
¿Y si María no hubiera esperado las 12 o 13 semanas?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda   

 

Quiero mucho a María y en mi tierra, la Imagen de nuestra Señora de Guanajuato, antiquísima, está adornada con joyas, con mantos preciosos, con muchos recuerdos que constituyen un gran tesoro porque son fruto del amor que los moradores le hemos tenido a María. Y lo mismo podemos decir del amor a María en todos los continentes. Es la Madre y con eso basta. Sin embargo, el hecho de que los hombres hayan revestido sus imágenes con coronas y joyas, con mantos de reina y con vestidos lujosos, y la hayan subido en tronos elevados, contrasta  muchísimo con la primera vez que María, ya con su Hijo en su entraña salió de casa. Sus vestiduras, su ajuar, su medio de transporte y su compañía, eran pobres, para recorrer la distancia de 100 kilómetros para ir visitar a su prima Isabel. Era muy poco lo que María cargaba, y sin embargo también cargaba consigo, aunque no en sus brazos sino en su vientre, en su  seno cálido, acogedor y sencillo, el más rico tesoro que se le podría haber confiado a una mujer sobre la tierra, al mismísimo Hijo del Altísimo. El porte de María era sencillo, humilde pero rebosaba de alegría, tenía muchos motivos para alegrarse, en primer lugar, estaba desposaba con un hombre varonil, atractivo que prometía que le cuidaría como un hombre enamorado puede custodiar a la mujer amada. Nunca he entendido porqué a San José nos lo presentan como un anciano. Se me haría un despropósito por no decir otra cosa, casar a la más joven y a la más bella de las mujeres con un anciano. Repugna. Quizá es lo que el Papa Benedicto XVI ha querido decirle a los niños de Roma que se han reunido el domingo pasado para bendecir las imágenes del Niño Dios que llevaban en sus manos: “La Virgen y San José no parecen una familia muy afortunada. Tendrían a su primer hijo en medio de grandes dificultades, sin embargo están llenos de una alegría profunda, porque se aman y sobre todo están seguros de que en su historia está la obra de Dios, quien se ha hecho presente en el pequeño Jesús”. Qué bueno que el Papa Benedicto XVI nos haya recordado el cariño que unía entrañablemente a los esposos José y María. Enhorabuena.  

Me he detenido tanto en la persona de María, que me he olvidado precisamente de su viaje y de su misión. Ella fue desde Galilea, a las montañas de Judea a visitar a otra mujer que también estaba esperando un hijo. E iba con tres intenciones: ayudar, porque aquella mujer requería de ayuda, a felicitar, porque Isabel también había aceptado la maternidad siendo ya grande y también para compartir, porque todo fue que estuvieran una frente a la otra para que todo estallara en alegría, en regocijo, y en alabanza al Dios de los cielos. La criatura misma de Isabel en la entraña de su madre, percibió la grandeza del Hijo de María, dando saltos de gozo en su refugio. La que prorrumpe en alabanza al Creador es Isabel y se alegra con María por la criatura que ya lleva en su seno, pero sobre todo, porque ella le creyó al  Señor  que le aseguraba que tendría un Hijo que sería fruto del Espíritu Santo. Ella  reconoce que María ha logrado conjuntar la virginidad, la fecundidad y la humildad, todo como fruto del amor de Dios a los hombres.  

Cuando todo tiende a encerrarnos en nuestras propias casas, esta próxima Navidad, copados por nuestras propias luces, regalos,  cenas y bebidas, cuando tendemos a cerrar las puertas a los que no son de la familia, del clan o de los nuestros, el ejemplo de María tendría que animarnos a salir al encuentro del necesitado, del que sufre y del que no ha alcanzado la misma condición que nosotros, a aquellos por los que el Divino niño ha venido, por los pobres, los marginados e incultos entre los que estaba precisamente su Madre, la Virgen María.