II Domingo de Cuaresma, Ciclo C.
San Lucas 9,28b-36:
¿Pedro le siguió la corriente al vivo demonio?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda   

 

El segundo domingo de cuaresma, nos trae una figura de Cristo muy distinta de la del domingo pasado. Entonces nos encontrábamos con un Cristo hambriento y sediento después de sus días de ayuno voluntario  y ahora nos lo encontramos grande, majestuoso rodeado de gloria, entre dos personajes de la antigua época, pero vivientes y conversando con Cristo sobre su pasión, su dolor y su cruz. Todo ocurrió el día que él mismo invitó a alguno de sus apóstoles a subir a la montaña a la oración y a la contemplación. El Cristo sereno, sencillo y pobre, en un momento se transforma y se muestra resplandeciente y luminoso. En el bautismo el Padre se le había manifestado: “Tú eres mi Hijo…”, pero ahora les decía a todos los hombres: “Este es mi Hijo, escúchenlo”. Y como en la anterior ocasión fue el demonio el tentador, ahora le toca a Pedro la oportunidad de ponerse como piedra de tropiezo en el camino de Cristo, pero de una manera un tanto inconciente y no tan incisivo y tajante como el demonio.  

Viendo a Cristo luminoso y radiante pero al mismo tiempo cercano, bondadoso y amable, se le ocurrió decirle que ahí se estaba tan bien, que sería bueno quedarse ahí por un buen tiempo. Sorprende cómo Pedro logró captar la cercanía de un Dios que no tenía nada de agresivo, gruñón, enojado, vengativo y en espera de repartir palos, inundaciones, terremotos y sembrar hombres injustos que causaran el mal, el dolor el sufrimiento y la muerte en otros hombres. Logró captar que el Dios que Cristo le estaba manifestando no tenía que ver con ese Dios y que ahora lo que Cristo traía era luz, paz, reconciliación entre los hombres y con el Dios concebido ya no como el amo y señor, sino como el Padre bondadoso que quiere el bien de todos. Eso nos llevaría a considerar la necesidad de que todos los seguidores de Cristo pudieran manifestarse, si es que han subido con Cristo a la contemplación y a la oración como gentes que suscitaran también la misma admiración y otras gentes pudieran decir: “Qué a gusto se está con esta persona, cómo se nota que es alguien de convicciones,  que no están reñidas con la comprensión y la benevolencia, que no nos humilla, que es alegre, no con una alegría ruidosa, sino con una alegría que invita y contagia paz y nueva alegría, que está dispuesto a vivir sencilla y sinceramente su propia alegría. ¡Qué bien se está con él”. ¿Somos así los cristianos?  ¿No será que más bien alejamos, más que acercar al Señor Jesús?  ¿No será que antes de compartir y ayudar a que otros compartan nos mostramos superiores y queremos que nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones sean ley absoluta? 

Pero las palabras de Pedro, además de descubrir ese filón de oro que vieron en Cristo, al mismo tiempo escondían otro propósito: hacer que Cristo se mostrara desde la montaña del Tabor, nuevamente como el Dios distante, que se quedara con  las viejas creencias de un mesías triunfalista,  poderoso, lleno de gloria, fuerte, de rompe y rasga, que supiera poner las cosas en su lugar, vengador y justiciero, que desquitara las penalidades de su pueblo, un dios como tiene que ser, o mejor, como Pedro lo quería.  

Naturalmente que Cristo rechazó de plano esa petición de Pedro, una posición cómoda, tranquila, sosegada, pero alejada de la injusticia, de la violencia y del pecado que Cristo venía a combatir, dando vida, fortaleciendo las pisadas de los hombres, robusteciendo el caminar de los débiles, dando vista a los ciegos, abriendo las puertas del Reino para todos los hombres, aunque eso le significara entregar su propia vida. Con eso, invitaba a los suyos a bajar de aquella montaña pero para subir a otra, el Calvario, lugar de tormento de suplicio, de entrega, de dolor, de sangre, pero desde donde despediría una luz que no tendría ocaso y un resplandor que duraría por siglos y siglos.  

¿Qué tipo de cristianismo prefieres tú?