III Domingo de Pascua, Ciclo C.
San Juan 21, 1-19: Cristo resucitado es el mejor anfitrión en la playa.Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda
Después de los
tormentosos días de Jerusalén, donde les mataron al maestro y amigo, los
apóstoles volvieron a la Galilea ideal, donde Cristo los había conocido, donde
los había llamado y donde habían sido testigos de la bondad, el cariño y la
misericordia de Cristo Jesús con todas las gentes. Galilea era tierra amada de
Jesús donde las gentes se le entregaron y lo hicieron objeto de su fe y de su
cariño. Es entonces ahí, en la orilla del lago de Galilea, lejos de las
formalidades del templo y del cenáculo, donde los apóstoles llegarían a
encontrarse nuevamente con el Señor Jesús resucitado.
Recordando sus viejos tiempos, Pedro decidió que iría a pescar y se embarco con
los amigos que no quisieron dejarlo solo. Pero fue en vano, no pudieron pescar
nada. Y cuando regresaban, vieron en la orilla a un personaje que les era
familiar. Fue Juan el que lo reconoció: “Es el Señor”. Y Pedro, luego del
reconocimiento, se lanzó decididamente al agua, muy distinto a la otra ocasión
en que le pidió a Cristo que lo dejara caminar sobre las aguas y luego se asustó
hasta tener que extender sus brazos pidiendo el auxilio del Señor. Cuando
desembarcaron, vieron una lumbrera en la que Jesús había preparado con sus
propias manos un pan y un pescado para que almorzaran sus “muchachos”. El les
pidió que trajeran además algunos de los pescados que habían sacado del lugar
que él les había indicado donde encontrarían una pesca abundante. ¡Qué rico debe
haber sabido aquél alimento preparado por Cristo Jesús! El mismo fue repartiendo
entre los suyos ahí sentados en la playa el alimento calientito que nos recuerda
la Eucaristía, el pan sabroso, fruto del amor de Cristo que le llevó a entregar
su vida por la salvación de todos los hombres. En esta aparición todo es
importante. Cristo no se apareció sólo porque sí, sino que en ese momento, ahí
mismo en la playa, haría que quedaran como cosa del pasado las oscuridades del
pasado para convertirse en la Luz para todos los seguidores, pero dentro
precisamente de la familia que él estaba fundando con aquellas acciones.
Retirándose un poquito, pero no tan lejos como para que el resto de los
apóstoles no se enterara, Cristo tomó a Pedro de los hombros, y fue
interrogándole muy de cerca sobre su amistad y su amor. Fueron tres veces las
que Cristo lo interrogó y Pedro cayó en la cuenta de las tres ocasiones que lo
había negado. Recordaría que en esa ocasión él se acercó de noche a intentar
calentarse en una fogata prendida por extraños, y ahora estaba cerca de la
fogata encendida por Cristo a unos cuántos pasos de él. Con aquél
interrogatorio: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?” Pedro hubo de sellar su
amistad, su cariño y su amor a Cristo que lo distinguía de tal manera que lo
nombraba como cabeza de su familia: “Señor, tú lo sabes todo, tu bien sabes que
te quiero”. Apacienta mis corderos, Pastorea a mis ovejas” fue la respuesta de
Jesús que desde entonces lo invitaba a dejar la pesca nocturna que ningún
resultado le había dado para convertirse en su comunidad, en su familia, en
pescador de hombres, marcando rutas de salvación para todos los suyos. Cristo no
dejó de anunciarle que el camino sería duro: “Cuando sean viejo, extenderás los
brazos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras”.
Esto nos hace pensar en los días amargos que estará pasando el Papa Benedicto
XVI al frente de la familia fundada por Jesucristo, pues si bien la prensa y los
medios de comunicación se mostraron pródigos hasta el exceso sobre Juan Pablo
II, ahora muestran remisos, raquíticos e incluso adversos en contra del sucesor
de Pedro. Como miembros de esta comunidad extendida por todo el universo, no
podemos dejar sólo al Pastor de nuestra Iglesia, pues a la verdad, todos vamos
en la misma barca y todos los que hemos sido salvados, debemos tener buen
cuidado de seguir los pasos de Jesús que quiso darnos la salvación precisamente
en el seno de la Iglesia fundada por él.