XVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 10, 38-42:
Las inolvidables amigas de Jesús.

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda   

 

Una de las cosas que más se admiran en el medio oriente, es la hospitalidad de sus gentes. Cualquier forastero es bienvenido, sin preguntarle sobre su procedencia y es sentado a comer como uno más de la familia. Parece que esta hospitalidad es una herencia de Abraham, que una tarde, encontrándose en su tienda, recibió la visita misteriosa de tres personajes, que se presentaron cuando más apretaba el calor del día. Los hospedó, los atendió, les preparó lo mejor de su mesa, y los escrituristas dicen que se trataba del mismo Dios que así quería honrar a Abrahán que lo recibía con fe, que le brindaba su hospitalidad, lo cual fue premiado pues se le prometió un hijo aunque su mujer ya no estaba en edad de concebir.

Esas mismas mieles de la hospitalidad pudo probarlas el mismo Jesús en un hecho que todavía hoy nos sorprende. Los rabinos en Israel no podían acercase a una mujer a menos de dos metros de distancia, y bajo ninguna circunstancia se permitían tener como discípula de la Tora, o Ley de Moisés a una mujer. Por eso es tan agradable y tan inusitado lo que nos describe Lucas, que presenta a Cristo amigo de dos mujeres. Sí, dos mujeres que lo recibían en su casa cuando iba o venía a Jerusalén. Suponemos que Jesús, ese día, no vendría solo, sino con sus apóstoles. La que se dice dueña de la casa Marta, viendo lo que requeriría atender a Cristo y sentarlo a la mesa con sus acompañantes, inmediatamente fue preparar lo necesario: el becerrito o la ternera para la comida, el pan horneado en casa y otros menesteres. En cambio, su hermana, María, con gran delectación de su parte, se sentó a los pies del Maestro y le dio todas las muestras de hospitalidad que el caso requería. Este momento ha sido descrito por los grandes pintores. Pues sucedió que Marta se mostró sorprendida y molesta porque su hermana se había quedado tan tranquila como si no hubiera habido visitantes, y sintiendo la suficiente confianza con Cristo, fue a reclamarle que no enviara a su hermana a ayudarle con el quehacer, pues aún faltaban muchas cosas. Pero sorpresivamente, Cristo no sólo no le hizo caso, sino que le dio la lección: “Marta, Marta, muchas cosas te preocupan y te inquieran, siendo así que una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y nadie se la quitará”.

Nosotros ya no podremos recibir físicamente a Cristo para hospedarle, porque no está más entre nosotros, pero sí que podemos recibirle en su Palabra y acogerlo y mostrar el mismo interés y la misma ilusión y la sorpresa de los niños cuando oyen una narración interesante. Se salen de su mundo y se adentran en la imaginación escuchando a su interlocutor. Normalmente nosotros los adultos no procedemos de esa misma manera, y nos perdemos la gran oportunidad de recibir en la hospitalidad a Cristo en su Palabra, olvidándonos que Cristo dijo alguna vez que los que escuchan su Palabra y la ponen en práctica, son como sus familiares, además de que Cristo siempre pidió buscar primero el Reino de Dios y todo lo demás se nos daría por añadidura. El tiempo entonces ha llegado, para escuchar atentamente cuando Cristo habla. Escuchar, no oír, con todo el corazón y con toda la entraña, y nunca dar muestra de descortesía hacia Cristo que los domingos normalmente quiere hacernos llegar su mensaje. Se ve que las gentes no tienen mucho interés por lo que se dice durante la proclamación de la Palabra de Dios y es aún muy común que me pregunten: “Padre, llegué tarde, llegué al Evangelio, ¿me valió la Misa?”, lo cuál quiere decir que la asistencia es un cumplido y no un encuentro personal con Cristo Salvador. Valdría la pena estos días de vacaciones, dejar la vida agitada e inquieta de todos los días, para abrir de par en par las puertas a Cristo, sentándose a sus pies, como fieles discípulos de su Palabra, para convertirnos luego en mensajeros, en heraldos de la Buena Nueva que el Señor Jesús nos ha traído, para llenar nuestro mundo de amor, de bendición y de paz. No te digo que te eleves a Cristo para escucharle, sino que dejes que él baje hasta ti y te ilumine, te enriquezca y te eleve al mismo corazón de tu Dios que es tu Padre y tu Señor.