Epifania del Señor, Ciclo A 

Mateo 2, 1-12: Epifanía, una fiesta para adultos muy adultos

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

¿Hay otra fiesta más esperada  por la gigantesca población infantil como la fiesta de los Santos Reyes?  Difícilmente podríamos pensar en otra fiesta como ésta hasta la llegada de “santa clos”, esa figura boba, fofa y extraña a nuestras costumbres que con mucha prisa va suplantando a los santos reyes, con su trineo tirado por renos que tampoco tienen nada que ver con nosotros, pues a los renos solo los conocemos en los zoológicos.

 

Pero estaría muy equivocado quien pensara que esta fiesta que es de los niños y que a muchos papás les quita el sueño, sería sólo fiesta para niños, pues la fiesta de la Epifanía del Señor, es una fiesta para adultos y muy adultos, que quiere ser la culminación, el coronamiento de la Navidad del Señor. Entre tantos elementos que mueven nuestra imaginación  y nuestro ensueño, los magos desconocidos, la misteriosa estrella, la huella que se borra temporalmente en Jerusalén, la consulta de los estudiosos sobre el lugar del nacimiento del Salvador, la extrañeza de un rey cruel y el miedo de todo un pueblo ante la reacción de Herodes, temeroso de que alguien atente contra su reinado, la recomendación del rey  para que los magos vayan a buscar al Mesías para luego ir a “adorarlo” él mismo, y la presencia finalmente de los magos ante la Sagrada Familia , se esconden grandes signos, importantes para nuestra fe.   Para orientar nuestra reflexión, entre varios caminos que podríamos seguir,  lo mejor será guiarnos por la Oración Colecta de la Misa:

 

“Señor Dios que, por medio de una estrella diste a conocer en este día a todos los pueblos, el nacimiento de tu Hijo…”

 

Este es el acontecimiento que nosotros celebramos con la Epifanía, el nacimiento de Cristo y su manifestación como Salvador de todos los pueblos. Ya no se trata del pueblo judío, ya no se trata de la raza hebrea, sino de toda una humanidad a la que hay que congregar en un solo pueblo, bajo un solo pastor, y con una sola meta, la Casa del Buen Padre Dios, la casa de la familia, la casa de todos los hombres. Cuando un rey llegaba a una ciudad lo hacía siempre de una manera solemne, para imponer su férrea voluntad, era su epifanía que en el caso de Cristo hace su entrada solemne no para imponer nada, sino para ofrecer su divinidad a cambio de nuestra propia humanidad, en el mejor intercambio de regalos que se pudo hacer como única ocasión. En cuanto a la estrella, no tenemos que estar preocupados por cuál sería, si sería una conjunción de astros o un cometa, porque al fin y al cabo, en el Evangelio de San Mateo, esa estrella es un símbolo y muy notable por cierto, de la fe que alumbra e ilumina a todos los hombres, en este caso, la Iglesia es ahora la portadora de luz, que no puede apropiársela  para ella, de una manera egoísta, sino que tiene que comunicarla, para que el Reino de Dios sobre la tierra luzca esplendente en el mundo y de calor y abrigo a todos los hombres.

 

“…concede a los que ya te conocemos por la fe…”.

 

Ya que tenemos la fortuna de la fe, no por méritos nuestros, sino sencillamente por voluntad de Dios que ha puesto su mirada en nosotros y nos ha hecho capaces de salvación, seremos ahora nosotros los que tendremos necesidad de manifestar esa misma fe con las obras de manera que hagamos este mundo más humano, más fraternal, un mundo donde den ganas de vivir y un mundo donde la vida humana sea apreciada en su justo término, poniendo precisamente la vida como uno de los más altos dones que el Señor ha puesto en manos de los hombres. Y que sea la familia la portadora de la antorcha de la luz, para que podamos pensar que nuestro mundo será mejor para las generaciones que vienen después de nosotros. Esto mismo lo afirma Benedicto XVI:

 

“Por tanto, quien obstaculiza la institución familiar, aunque sea inconscientemente, hace que la paz de toda la comunidad, nacional e internacional, sea frágil, porque debilita lo que, de hecho, es LA PRINCIPAL « AGENCIA » DE PAZ. Éste es un punto que merece una reflexión especial: todo lo que contribuye a debilitar la familia fundada en el matrimonio de un hombre y una mujer, lo que directa o indirectamente dificulta su disponibilidad para la acogida responsable de una nueva vida, lo que se opone a su derecho de ser la primera responsable de la educación de los hijos, es un impedimento objetivo para el camino de la paz. La familia tiene necesidad de una casa, del trabajo y del debido reconocimiento de la actividad doméstica de los padres, de escuela para los hijos, de asistencia sanitaria básica para todos. Cuando la sociedad y la política no se esfuerzan en ayudar a la familia en estos campos, se privan de un recurso esencial para el servicio de la paz. Concretamente , los medios de comunicación social, por las potencialidades educativas de que disponen, tienen una responsabilidad especial en la promoción del respeto por la familia, en ilustrar sus esperanzas y derechos, en resaltar su belleza”.

 

“..concede… llegar a contemplar cara a cara, la hermosura de tu inmensa gloria”.

 

Ese es el término de nuestra vida, esa es la aspiración más profunda y más legítima de nuestra humanidad, contemplar cara a cara ese rostro que Cristo nos ha revelado, el rostro de un Dios que es Padre, que es amigo, que es hermano y que es Salvador. Pero mientras llega ese momento, no podemos olvidarnos que hoy ese rostro lo tenemos que contemplar en todos aquellos con los que Cristo quiso hermanarse y por los que dio su propia vida, los pobres, los maltratados por la vida, los que las condiciones de la sociedad ha llegado a marginar y a echar a un lado considerándolos como inservibles y como un verdadero estorbo.    Nunca podríamos aspirar a contemplar el rostro de nuestro Dios si hemos desviado la mirada y no hemos querido ver el rostro manchado y sucio de los que sufren y son maltratados por la vida, y menos si hemos sido nosotros los causantes de los males que afligen a otros. Atendamos otra vez a Benedicto XVI:

 

Una familia vive en paz cuando todos sus miembros se ajustan a una norma común: esto es lo que impide el individualismo egoísta y lo que mantiene unidos a todos, favoreciendo su coexistencia armoniosa y la laboriosidad orgánica. Este criterio, de por sí obvio, vale también para las comunidades más amplias: desde las locales a las nacionales, e incluso a la comunidad internacional. Para alcanzar la paz se necesita una ley común, que ayude a la libertad a ser realmente ella misma, en lugar de ciega arbitrariedad, y que proteja al débil del abuso del más fuerte. En la familia de los pueblos se dan muchos comportamientos arbitrarios, tanto dentro de cada Estado como en las relaciones de los Estados entre sí. Tampoco faltan tantas situaciones en las que el débil tiene que doblegarse, no a las exigencias de la justicia, sino a la fuerza bruta de quien tiene más recursos que él. Hay que reiterarlo: la fuerza ha de estar moderada por la ley, y esto tiene que ocurrir también en las relaciones entre Estados soberanos”.