II Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Juan 1, 29-34: ¿Un Cordero nos conseguirá la salvación?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

Juan Bautista gritaba desaforadamente porque sentía que su misión estaba por terminar lo mismo que su vida misma. Había cumplido maravillosamente el papel que le había correspondido de ser el que introdujera en el mundo a Cristo Jesús como Salvador de todos los hombres.

 

Pero sus mismos discípulos recelaban de que Jesús  fuera el enviado, el Mesías,  el Cristo, el Ungido. Ya había mandado a algunos de sus discípulos a que le preguntaran a Jesús si él era el Mesías, y les había dado la encomienda de que lo vigilaran, de que lo observaran, de que se fijaran en todos los detalles. Veían a Cristo y hacían comparaciones con su maestro y en nada se le parecía. Eran todo lo contrario. Por eso aún le faltaba al Bautista su último testimonio, antes de su trágica muerte ocurrida precisamente como testimonio suyo de la verdad y la sinceridad.

 

Éste fue su testimonio: un día,

 

“Vio Juan el Bautista  a Jesús que venía hacia él, y exclamó: “Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”… yo no le conocía, pero he venido a bautizar con agua, para que él sea dado a conocer a Israel”.

 

Juan ve a Cristo como Cordero, recordando que el pueblo de Israel, para expiar los pecados de los hombres, sacrificaba periódicamente corderos blancos, inmaculados, y en el día de la Pascua, que rememoraba la liberación de Egipto, sacrificaban muchos corderos. Cristo será el nuevo Cordero Pascual, pero no el que los hombres hemos elegido, sino el que Dios se ha elegido para que con su entrega, su docilidad y su sangre, pudiera conseguir la salvación para todos los hombres.

 

Y la segunda parte de esta frase de Juan Bautista no es menos importante: “…el que quita el pecado del mundo…”, aunque eso será banal, inútil, sin sentido, porque hemos suprimido de nuestros diccionarios personales la palabra “pecado” y ya no tendría caso entonces un sacramento que perdona y un hombre, sacerdote, que hace la veces de Cristo y perdona y perdona hasta lo último. Hoy se recurre mejor al psicólogo o al psicoanalista o al que hace curas o limpias o  tranquiliza halagando los oídos del “paciente” diciendo que no pasará nada, que todo está tranquilo.

 

Pero viendo desapasionadamente las cosas, la verdad es que el pecado hoy nos rodea, pues nos hemos vuelto inhumanos, fratricidas, insolidarios e insensibles a nuestros mismos hermanos, a los pobres, a la vida humana en el seno materno, o ante ancianos que lo dieron todo y que ahora recluimos en el último lugar de nuestra casa, o nos deshacemos de él enviándolo a un asilo o definitivamente decretamos su muerte pensando tontamente que así  “aliviamos” sus sufrimientos y le evitamos dolores inútiles. Y la verdad que no estamos pensando en todos ellos, sino en nuestra propia comodidad.

 

Y no se trata sólo de estructuras de pecado, de mentira y de falsedad de lo que están llenos los medios de comunicación, que no hablan de la injusticia ni de la marginación y de la exclusión que hacemos de muchos hermanos, pobres y de muchas naciones que se debaten entre la vida y la muerte por la pobreza a la que las han condenado las naciones del primer mundo. Cada uno de nosotros tenemos algo que ver como personas ante estas situaciones de verdadera injusticia y de marginación de muchos hermanos. Esto lo decía magistralmente Juan Pablo II:

 

Se trata de pecados muy personales  de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien pudiendo hacer algo para evitar, eliminar o al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, por miedo y encubrimiento, por complicidad  solapada o por indiferencia: de quien busca refugio en una presunta imposibilidad de cambiar el mundo, y también de quien eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior.

 

Si queremos recobrar el sentido del pecado y el valor de la conciencia, tendremos que volver a repasar nuestro antiguo catecismo, concretamente las tablas de la Ley, que se encuentran hoy de alguna manera actualizadas en la Declaración de los Derechos humanos, para que no nos atrevamos a difuminarnos y hacernos escurridizos hablando superficialmente el gran pecado de injusticia en el mundo de hoy.

 

Pero concluyamos con el testimonio- mensaje de  Juan el Bautista:

 

Vi descender del cielo en forma de paloma y posarse sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ´Aquél  sobre quien veas que baja y se posa el Espíritu Santo, ése es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo´. Pues bien, yo lo vi. y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios”.

 

Ahí tenemos al Bautista convertido en agente de tránsito, señalando claramente con el dedo al enviado, al Mesías, al Salvador. A Juan Bautista le costó mucho investigarlo, pero finalmente nos lo da a conocer y si nos confiamos a él que dio muestras de una profunda sinceridad, no nos queda sino afirmar, reconocer y acogernos al mismísimo Jesús que Juan nos presenta como verdadero Hijo de Dios. Los hombres se preguntaban si sería él el Mesías y Cristo mismo, llegó a decir hablando de su muerte, de su entrega y de su salvación: “Cuando levantéis al Hijo del hombre sabréis que YO soy”.  

 

Ya está, si no quieres esconder el pico en tierra como los avestruces, ya tienes quién te convenza de tu pecado, ya tienes quién te salve, y quién te perdone, para que mientras vas de camino, sin despreciar a tus hermanos, sin alejarlos, sin empobrecerlos, puedas llegar a vivir la vida nueva de los hijos de Dios para ser de los elegidos para la salvación y la paz. Gracias , Juan, por enseñarnos y mostrarnos al verdadero Salvador: “¨Éste es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”